La igualdad de género
En un libro ya clásico
1, Elinor Ostrom, Premio Nobel de Economía 2009, define los bienes comunes como recursos naturales a los que las comunidades tienen acceso abierto. Los ejemplos más obvios de este tipo de riquezas son ríos y manantiales, praderas y bosques, o cardúmenes de peces en el océano. Se trata de caudales de satisfactores tan copiosos que parecen, o han parecido en el transcurso de la historia humana, inagotables. Es sólo a últimas fechas cuando se tiene plena conciencia de que incluso los bienes más abundantes requieren cuidado atento —acuerdos sociales, inversiones, vigilancia— de los usuarios para preservarse.
La escuela de Ostrom ha desarrollado una impresionante cantidad de investigaciones que han ampliado la idea de bienes comunes. El planteamiento inicial, que se refería específicamente a recursos naturales y ponía el acento en las condiciones de su apropiación y renovación, pasó a una definición que incluye recursos “no-naturales”, es decir, bienes creados por los humanos —como el arte, la ciencia, Internet— cuya disponibilidad se ha vuelto clave para el desarrollo pleno de las personas.
2
|
Los derechos y libertades de los que disfruta actualmente una amplia franja de la población femenil del mundo son el resultado de una profunda revolución cultural. |
|
|
|
Por ejemplo, cada día hay una conciencia más extendida de que los bienes culturales comparten con los recursos de la naturaleza, por un lado, su carácter común: es evidente que deben llegar a la mayor cantidad posible de gente, en lugar de mantenerse —como ha sido, hasta muy recientemente, la norma— como un privilegio de las élites. Por el otro lado, tanto los bienes culturales como los recursos naturales pueden estar en condición de riesgo y hace falta tomar medidas de diferentes tipos para asegurar su preservación y divulgación.
En esta oportunidad quiero referirme a un bien común que tiene características analogables tanto con los recursos naturales como culturales, sin pertenecer a ninguna de las dos categorías. Hago la analogía como un ejercicio de reflexión que pretendería prevenir una catástrofe: la destrucción total de ese bien o su restricción a un sector privilegiado de la humanidad.
Me refiero al conjunto de derechos y libertades a las que ha dado lugar el movimiento político denominado de manera genérica como feminismo. Se trata de un recurso cuya existencia depende de acciones, debates y consensos, es decir, de un intrincado trabajo que se realiza desde hace por lo menos siglo y medio en prácticamente todo el mundo y cuya finalidad es revertir las condiciones de desventaja estructural en que han vivido, y aún viven en muchos lugares, las mujeres.
Los derechos y libertades de los que disfruta actualmente una amplia franja de la población femenil del mundo son el resultado de una profunda revolución cultural. Si se comparan las condiciones de vida, el acceso a la educación, o hasta la esperanza de vida media al nacer de las mujeres comunes y corrientes en el siglo XXI con las que padecieron sus madres, abuelas o bisabuelas, el contraste es impresionante. Todavía a mediados del siglo XX, Simone de Beauvoir escribió en
El segundo sexo:
Los veinte primeros años de la vida femenina son de extraordinaria riqueza; la mujer atraviesa las experiencias de la menstruación, la sexualidad, el matrimonio y la maternidad, y descubre el mundo y su destino. Dueña de casa a los veinte años, unida para siempre a un hombre y con un hijo entre los brazos, he aquí que su vida ha terminado definitivamente (de Beauvoir, 1975, t. II: 255).
Para entender el sentido de este párrafo hace falta saber que, en el pensamiento tradicional, el campo de acción de las mujeres se ha restringido convencionalmente al espacio doméstico. De esta forma, el hogar y la familia han sido, durante prácticamente toda la historia de la humanidad, su destino. Si ese destino se plantea como una condición excluyente de todas las demás opciones de la existencia, su verificación resulta, sin duda, opresiva.
Desde luego, las circunstancias de la opresión pueden ser tan variadas como la diversidad de la vida misma. La reclusión en el mundo de la domesticidad cuenta, sin duda, con el consentimiento de muchas mujeres que no la ven como una imposición y pueden aceptarla como se acepta “el orden natural de las cosas” e inclusive disfrutarla como una oportunidad de realización personal y de felicidad.
Foto: Elaine Campos. Tomado de Marcha Mulheres.
Sin embargo, desde el inicio de la modernidad, muchas voces —no sólo de mujeres— empezaron a discutir si este destino era inevitable. La penetrante modificación del Iluminismo en nuestra forma de ver el mundo dio lugar a un proceso de racionalización que permitió cuestionar prácticamente todos los fundamentos del orden simbólico tradicional. Una de las vertientes de ese cuestionamiento es el feminismo.
Independientemente de la diversidad de sus manifestaciones, el feminismo se ha empeñado en negar que la feminidad tenga un destino, es decir, que ser mujer conduzca a un resultado único e inevitable: el encierro, feliz o infeliz, en el matrimonio, la maternidad y el cuidado del hogar. De manera muy apretada se podría resumir el conjunto de derechos y libertades de que ahora gozamos muchas mujeres como las condiciones de posibilidad para romper con ese destino que Simone de Beauvoir describía como una conclusión definitiva.
Ahora bien, mi propuesta aquí es pensar esas condiciones de posibilidad, por ejemplo, el derecho (y el ejercicio de ese derecho) a estudiar y a tener una profesión, no sólo como bienes comunes, sino además como recursos amenazados. Para ello es necesario poner en perspectiva nuestras ventajas en comparación con las condiciones de épocas que ni siquiera son tan lejanas, o con situaciones contemporáneas de las que tenemos noticia y que tampoco son tan distantes. Tal y como lo han estudiado diferentes teóricas feministas (véase por ejemplo Serret, 2001; 2002), el orden simbólico tradicional tiene un arraigo que sobrevive al proceso de secularización de la modernidad.
|
Si los recursos más vitales escasean (agua, energía, alimentos), uno de los rasgos más preocupantes de la catástrofe sería la forma en que la escasez afectaría de manera diferencial a las mujeres. |
|
|
|
Es así como se explica el carácter estructural de la subordinación de las mujeres, que se legitima por el hecho de que lo femenino designa simbólicamente lo marginal por excelencia y, por consiguiente, lo que se desvaloriza en todas las sociedades conocidas. Lo simbólico, como producto de siglos de elaboración cultural y de acción social, ordena el mundo jerárquicamente, de modo que las personas “están destinadas a jugar papeles desiguales en función de su sexo, su raza, su credo y su condición social” (Serret, 2001: 65). La eficacia del “orden jerárquico natural” implica que todas las prácticas sociales tengan un significado preciso, el cual supone una concordancia entre la acción y la conciencia.
Esto significa que, no obstante el visible avance conseguido en las últimas décadas, todavía queda mucho por hacer. Ni siquiera ahora, en pleno siglo XXI, se puede decir que se haya logrado una situación de completa igualdad entre los hombres y las mujeres. En ciertos sectores todavía se interpreta esta desigualdad como la consecuencia inevitable de una jerarquía natural.
Tengo la convicción de que este enorme avance no se puede dar por descontado, precisamente por el carácter simbólico y estructurante de la subordinación de las mujeres. Es decir, no podemos suponer que las reformas sociales, las conquistas legislativas o incluso las alteraciones de las costumbres sean procesos irreversibles. Por el contrario, debemos considerarlas bienes amenazados que requieren vigilancia, gestión, discusión y consensos.
La experiencia histórica de algunos estados demuestra que se pueden dar retrocesos gravísimos en este terreno. Ahora mismo, por ejemplo, en nuestro propio país, en legislaciones locales sobre el aborto queda de manifiesto que el avance hacia la emancipación de las mujeres no es un proceso lineal que se da en una sola dirección, siempre hacia adelante. No podemos confiar en una inercia que garantice el resultado.
Ahora bien, en una situación de crisis ambiental, es predecible que las condiciones adversas de los sectores más vulnerables se agudicen. Si los recursos más vitales escasean (agua, energía, alimentos), uno de los rasgos más preocupantes de la catástrofe sería la forma en que la escasez afectaría de manera diferencial a las mujeres. Y por supuesto, la pérdida de ese recurso precioso, de ese bien común que significa la igualdad entre los sexos
2 Véase, por ejemplo, Poteete, Janssen y Ostrom, 2012.