Es un gusto enorme para el
Instituto de Biología tener esta oportunidad privilegiada de establecer contacto con una audiencia joven, interesada y dinámica como la de la
Revista Digital Universitaria. ¿Qué decir? ¿Qué transmitir? Vienen a la mente ideas algo filosóficas como qué es la biología, qué hace un investigador en biología, u otras más mundanas, como qué sucede al interior de un Instituto como el de Biología de la UNAM en el día a día. A la vez, no puedo evitar recordar tiempos de estudiante en la preparatoria y la licenciatura, e incluso tiempos en la infancia o adolescencia, cuando uno tiene contacto por primera vez con la naturaleza, con un microscopio, con los misteriosos seres vivos en una gota de agua de un estanque o, incluso, situaciones más crudas como una disección de algún ejemplar para el estudio de su anatomía o de los simbiontes que hay en su tracto digestivo. Sin duda, son vivencias que marcan a alguien que posiblemente decida adentrarse a una disciplina tan vasta como la biología.
De inicio, me atrevo a decir que la vida es movimiento, dinamismo, cambio, y en términos más formales, evolución, adaptación, especiación. No obstante, la vida citadina actual nos distancia de la naturaleza y así es fácil, incluso para el biólogo, “pensar” que las plantas y los animales se dan en el supermercado, dar por sentado que el planeta es inmenso e inalterable y que sus ecosistemas perdurarán por siempre. La realidad nos indica a cada instante que no es así. Que si bien la vida es flexible y resistente, los ecosistemas son sensibles a los cambios de condiciones y las comunidades son afectadas por esas alteraciones. Algunas especies son delicadas y raras y otras son aguantadoras y comunes.
Por otra parte, las especies evolucionan y se adaptan a sus condiciones locales, de manera que son como las regiones o pueblos que tienen sus propios rasgos e identidad. Así, un país como México tiene condiciones climáticas diversas y una complejidad fisiográfica, que aunadas al tiempo evolutivo, han resultado en una elevada diversidad biológica, en gran medida única, con un componente de domesticación y utilización por las sociedades prehispánicas: una combinación envidiable, aunque no se puede tener todo en la vida, y, al parecer, alta biodiversidad y alto desarrollo económico no siempre van de la mano. Éste es el contexto en el que el Instituto de Biología ejerce su misión, documentar la enorme riqueza biológica del país, y para muestra basta con un botón. Jeny Solange Sotuyo nos ilustra el valor de una especie endémica de leguminosa, el
palo morado, con una espléndida madera pero sensible a la deforestación por su lento crecimiento. David Gernandt y colaboradores nos muestran los alcances que tienen las colecciones biológicas, especialmente la del
Herbario Nacional de México, al ser utilizadas de manera digital, tanto en bases de datos como en bancos de imágenes. José Juan Flores y colaboradores demuestran la utilidad de una técnica que trabaja incansablemente por la noche y fotografía vertebrados cuyo movimiento activa la
fototrampa, dejando una imagen
in fraganti que testifica la presencia de la especie. Se trata de una técnica especialmente útil para registrar mamíferos. Alejandro F. Oceguera pone en una amplia perspectiva el estudio de las
sanguijuelas, un grupo biológico quizá con una reputación injustificada. Finalmente, quien escribe intenta llamar la atención hacia
la visión del sistemático, el profesional de la biodiversidad, un oficio que debería tener múltiples anuncios en los periódicos de los países megadiversos como México. Acompaña a estos escritos una
entrevista al Director del Instituto, el Dr. Víctor Sánchez-Cordero, en la que, con entusiasmo, nos describe cómo se prepara el Instituto de Biología para enfrentar lo que nos queda de este siglo XXI. Bienvenidos a este número y al Instituto.