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En
tiempos recientes las economías latinoamericanas
se han visto mermadas por la agresiva competencia
internacional; tan sólo en México,
en el año 2002 las exportaciones
no petroleras hacia los Estados Unidos de
Norte América crecieron en 1.1%,
pero las de China lo hicieron en 22.4%,
logrando finalmente, en el año 2003,
desplazar al país como el segundo
proveedor más importante de Estados
Unidos (Smipyme,
2003).1
Esta situación pone en evidencia
la pérdida de competitividad que
registra la economía nacional, debido
a que la principal ventaja comparativa que
atraía a los inversionistas (la mano
de obra barata y abundante) resultó
ser efímera frente a los costos salariales
promedio de la economía china. Peor
aún, al concluir el año 2004,
del millón doscientos mil trabajadores
que se incorporaron al mercado laboral,
500,000 quedaron en el desempleo, 300,000
migraron y 400,000 pasaron al sector informal
(INEGI,
1999; Smipyme,
2003).
El
Gobiernos Mexicano ha reaccionado a este
embate apoyando al sector económico
que le es más rentable: las Micro,
Pequeñas y Medianas Empresas (mipyme),
ya que se ha clasificado como un eslabón
de apoyo crítico para el crecimiento
económico y contribuye significativamente
a la creación de empleo (De la Garza,
2002; INEGI,
1999; Smipyme,
2003). Los intentos de fortalecimiento
han adquirido formas de estímulos
fiscales, créditos y fomentos económicos,
entre otros. Sin embargo, esto no es suficiente
si las mipymes mantienen su misma
“forma de hacer las cosas”;
se requiere por tanto, de herramientas (como
la que se propone en este artículo)
que permitan el incremento de la eficacia
y eficiencia organizacional y por ende,
de la competitividad.
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