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“Desde cierto punto de vista toda la historia
del arte puede resumirse como la historia del gradual descubrimiento
de las apariencias”, afirmaba Roger Fry. “El arte primitivo
comienza, como el de los niños, con símbolos de conceptos.
Cuando un niño dibuja una cara, un círculo simboliza
la máscara, dos puntos los ojos, y dos líneas la nariz
y la boca. Gradualmente, el simbolismo va aproximándose a
la efectiva apariencia” (Fry, 1934, p.134). Tal y como han
evolucionado las artes visuales, el conceptualismo del mal llamado “arte
primitivo” (donde cabe tanto el arte infantil como el egipcio)
fue dando cabida a nuevas preocupaciones relacionadas con la apariencia
del mundo natural: cómo representar el volumen, la luz, la
perspectiva, etc. De entre todos estos fenómenos hay uno que
merece atención especial: la representación del movimiento. ¿Puede
acaso un medio estático como la pintura producir la ilusión
del paso del tiempo? ¿Cómo captar el gesto fugaz que
anuncia una acción? Y, a partir de la acción, ¿es
posible narrar con imágenes? Cuestiones como éstas
se plantean por primera vez en occidente hacia mediados del siglo
VI a.C., a partir de la revolución que supuso el arte griego.1
Aún en nuestros días tratamos de dar respuesta a estos
interrogantes. Desde el punto de vista del espectador del siglo XXI,
la representación del movimiento en el arte puede parecernos
cosa baladí, inmersos como estamos en una cultura audio-visual.
El advenimiento de las artes secuenciales, cuyos principales
exponentes son el cine y el cómic, puede dar la falsa impresión
de que la cuestión ha quedado resuelta. Tomemos dos dibujos:
primero, el de una figura humana flexionando las piernas; segundo,
el de una figura semejante suspendida en el aire. Bastará con
que yuxtapongamos ambos dibujos para que el espectador sepa que está ante
un hombre que salta. Pero el cine nos permite ir incluso más
lejos. Si en lugar de esos dos dibujos contamos con una cámara
que pueda fotografiar las posiciones sucesivas del saltador, a razón
de 24 imágenes fijas por segundo, podremos luego proyectarlas
sobre una pantalla para obtener una ilusión óptica,
casi física, de movimiento.
Sin embargo, la historia del arte nos enseña que la tecnología,
por mucho que nos proporcione un medio para lograr imitaciones más
verosímiles de un fenómeno natural, no resuelve por
sí misma el problema de la representación. El descubrimiento
de la perspectiva durante el siglo XIV y su desarrollo por parte
de Brunelleschi permitió representar sobre el lienzo relaciones
de profundidad entre objetos de una manera bastante aproximada a
como se dan en el ojo humano. Pero aunque esta invención científica
facilitara al artista del Renacimiento la tarea de representar con
mayor fidelidad el espacio en tres dimensiones, las imágenes
que obtenían no dejaban de ser una ilusión y, como
tal ilusión, conllevaba la posibilidad de dar lugar a equívocos
como los que con frecuencia nos encontramos en los grabados de Escher.2 Semejantes
equívocos se han documentado en el ámbito del cine
con respecto al movimiento y a la narración. El guionista
y escritor Jean-Claude Carrière, por ejemplo, hablaba de las
dificultades que tenían los miembros de una tribu africana
para comprender las primeras películas que vieron proyectadas:
Incluso en el caso de que reconocieran aquellas imágenes procedentes del exterior –un automóvil, un hombre, una mujer, un caballo-, eran incapaces de seguir su encadenamiento. La acción y el relato se les escapaban. Formados en una tradición oral aún viva y rica, se veían casi totalmente incapaces de adaptarse a aquella sucesión de imágenes silenciosas. (Carrière, 1994, p. 13)
Aunque como espectadores educados en una cultura audiovisual
rara vez nos afectan dificultades parecidas a la descrita por Carrière,
no estamos del todo inmunizados contra ciertos equívocos relacionados
con el movimiento y la narración. El mismo Carrière
cuenta la siguiente anécdota. Comentando un western con
un amigo a la salida del cine, el guionista francés descubrió que
la película les había producido a ambos semejante sensación
de falta de ritmo e incluso de confusión en cuanto al hilo
narrativo. Al día siguiente, Carrière volvió a
ver la película y descubrió a qué era debida
tal sensación:
[…] me di cuenta de que las escenas nocturnas, esas escenas de campamento en las que los cowboys aparecen dormidos alrededor de una hoguera, la cabeza sobre su silla de montar, mientras los indios se mueven en la oscuridad y los traidores mantienen los ojos bien abiertos bajo su sombrero, se encontraban situadas, en el relato, demasiado cerca una de otra. El “día cinematográfico” que las separaba sólo duraba dos o tres minutos. Esta disposición, contraria a la cotidianeidad de la naturaleza, rompía el ritmo general del filme. (Carrière, 1994, p. 91)
El testimonio de Carrière acierta de lleno
en el punto central de la cuestión que nos ocupa. Una representación “verosímil” del
movimiento, del fluir del tiempo o de una cadena de acciones, no
depende tanto del medio utilizado sino de las relaciones que haya
entre las diferentes unidades de significado que componen la secuencia
visual. En el caso del western de Carrière la relación
entre los significantes “día” y “noche” estaba
desequilibrada, lo cual truncaba la ilusión del fluir del
tiempo.
Nos encontramos, por tanto, ante el mismo problema que se plantearon
los artistas griegos cuando, por vez primera, intentaron imitar el
movimiento. ¿Por qué algunas configuraciones estructurales
en la obra visual producen ilusión de movimiento y otras no?
Y si la producen, ¿cuál es la naturaleza de ese movimiento?
Por supuesto, hemos avanzado un largo trecho en la comprensión
de este problema. Ayudados por los descubrimientos de la psicología
de la percepción, Gombrich y Arnheim trataron la cuestión
del movimiento en el arte pictórico dentro de sus libros Arte
e Ilusión y Arte3 y
Percepción Visual,4 respectivamente.
A su vez, Sergei M. Eisenstein estudió desde presupuestos
formalistas, en Hacia una teoría del montaje, las
diferentes formas de yuxtaposición de imágenes cuyo
objeto es lograr una ilusión de movimiento: técnicas
que se remontan a Homero y que son comunes al cine, la pintura, la
escultura y el cómic.
Los enfoques de estos autores (psicológico y
formalista) han servido de guía para el presente artículo
que aún añade un enfoque más a estos dos: el
que nos proporciona la metonimia y la metáfora, tomadas no
sólo como figuras retóricas, sino también como
conceptos cognitivos. Creemos que estos dos conceptos no sólo
son útiles a la hora de explicar cómo se articula el
lenguaje oral y escrito (según demostró Jakobson),
sino también para describir el modo en que dos o más
imágenes están relacionadas.
Fijada ya la metodología de nuestro estudio, hablemos, por fin, de su objeto. En este artículo trataremos de analizar cuáles son los mecanismos que intervienen en el proceso de significación de movimiento y narración en las artes secuenciales, ilustrándolo con ejemplos tomados del cómic y del cine. La primera parte está dedicada al cartoon, o cómic de una sola viñeta, género que supone un salto exponencial con respecto de la pintura y de la ilustración tradicional en lo tocante a la representación del movimiento. En la segunda parte trataremos la secuencia visual de varias imágenes tal y como se presenta en el cómic (entendido como una tira de viñetas) y en el cine. En ambos apartados trataremos de poner en su contexto apropiado los problemas que plantean estas narraciones visuales, es decir, en el contexto del arte pictórico, prestando atención a los mecanismos metonímicos y metafóricos usados para producir la ilusión de movimiento.
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La imagen solitaria en movimiento
Hay quien ha creído encontrar el origen del cómic en el cartoon, o dicho de otro modo, en las caricaturas cómicas que hacia mediados del siglo XIX empezaron a proliferar en la prensa. Así lo manifiesta Robert C. Harvey, quien remonta la etimología del término cartoon a las primeras ilustraciones con leyenda incorporada que publicó la revista Punch en 1843 (Harvey, 2001, p. 77).
Para Harvey, entonces, “aquello que distingue [al cómic] de otras clases de narraciones pictóricas es la incorporación de un contenido verbal” (Harvey, 2001, p. 75), pero ¿podemos asumir sin más esta afirmación? No es nuestro cometido en este artículo discutir sobre los orígenes del cómic ni tampoco elaborar una definición que se ajuste mejor a todas sus manifestaciones. Sin embargo, no queremos pasar por alto dos hechos que consideramos de especial importancia a la hora de estudiar las caricaturas. El primero: que no podemos aplicar el término “cómic” a todas las obras visuales con contenido verbal incorporado. Nadie diría que el grabado de Goya, El sueño de la razón produce monstruos, es un cómic, por mucho que tenga un cierto carácter narrativo y figure a sus pies la leyenda que le da título. En segundo lugar, existen caricaturas o cartoons que por derecho propio debemos vincular con el medio del cómic y que no incluyen contenido verbal en la imagen. Tomemos, por ejemplo, una de las caricaturas favoritas de Baudelaire (Baudelaire, 2000, p. 1365). Se trata de Le dernier bain, de Daumier:
La descripción que de ella hace Baudelaire
es la siguiente:
De pie sobre el parapeto de un muelle y ya inclinándose hacia
delante, de tal modo que su cuerpo forma un ángulo agudo con
la base (como una estatua que pierde el equilibrio), un hombre se
deja caer al río. Debe estar muy decidido porque tiene los
brazos cruzados con calma y una enorme piedra atada al cuello. (Baudelaire,
2000, p. 1389)
Es inevitable imaginar lo que viene después.
El hombre caerá sin duda de cabeza al río para gran
sorpresa del pescador dominguero que, de momento, permanece en un
segundo plano. Llegados a este punto debemos preguntarnos, ¿cuál
es la diferencia entre la caricatura de Daumier y la que Harvey considera
como el primer “proto-cómic” (fig. 1)? La respuesta
es sencilla: en Le dernier bain hay ilusión de movimiento,
en el cartoon publicado en Punch no.
Le dernier bain es un perfecto ejemplo de
algo que podemos llamar secuencia implícita, esto es, una
ilustración que, en virtud de cierta estructura compositiva,
permite evocar un momento posterior en la acción: una segunda
viñeta invisible que solamente puede dibujarse en la imaginación
del espectador. ¿Qué elementos de la composición
de Le dernier bain posibilitan dicho fenómeno? Podríamos
citar el “ángulo agudo” del cuerpo del suicida
al que se refiere Baudelaire, pero también la verticalidad
de la cuerda, marcando el vector de caída y, sobre todo, el
sutil efecto producido por el viento que agita los cabellos y la
ropa del hombre en dirección al río. Si el hombre mantuviese
una posición un poco más recta, el viento no soplara
y tuviera la piedra en las manos, es bien seguro que no podríamos
visualizar con tanta intensidad esa segunda viñeta imaginaria
que mencionábamos. Probablemente tomaríamos la ilustración
por la de un hombre que está tratando de decidirse o no por
el salto. La acción representada sería ambigua y no
sabríamos a ciencia cierta su resultado. Es decir, no habría
movimiento. La gran eficacia de la caricatura de Daumier radica en
su habilidad a la hora de elegir, de entre todos los momentos del
hilo temporal de una acción, aquel que mejor puede representar
dicha acción en su totalidad. En sus ilustraciones opera un
principio bien conocido por la retórica clásica: el
principio pars pro toto, es decir, la metonimia.
La metonimia como elemento de retórica no era
algo privativo de los oradores y poetas griegos o romanos, también
era un recurso ampliamente utilizado por los pintores (poesis
ut pictura, podríamos decir a este respecto con Horacio).
En una de sus “imágenes”, Filóstrato el
Viejo describe el sitio de Tebas:
Notable es la habilidad del pintor. Circundando los muros con hombres armados, los pinta de tal modo que unos aparecen de cuerpo entero, otros con las piernas ocultas, otros de cintura para arriba, a otros se les ve sólo el pecho, o sólo las cabezas o los cascos, o tan sólo las puntas de las lanzas. Esto se llama perspectiva. (Filóstrato, 1993, p. 39)
Igual que ocurre con casi todas las “imágenes” de
Filóstrato, no sabemos si ésta se corresponde con una
pintura real o una imaginada. Lo que sí podemos dar por hecho
es que esta ecfrasis de Filóstrato tiene como objeto
un recurso pictórico bien conocido en su época: la
representación de la figura humana, en la cercanía
y en la distancia, a través de la selección de ciertos
detalles de su anatomía, dejando el resto a la imaginación
del observador.
Pero el principio pars pro toto inherente
a la metonimia visual no sólo era utilizado por los artistas
clásicos para representar el espacio logrando perspectivas
primitivas. También se empleaba para representar el movimiento
(de ahí nuestra analogía entre perspectiva y movimiento
al comienzo de este artículo).
Gombrich nos recuerda cómo elogiaba Plinio “la habilidad
del famoso pintor Parrasio para crear la ilusión de rotundidad
mediante los contornos de sus figuras” (Gombrich, 1959, p.
131) y relaciona dicha habilidad con “los milagros de figuras
moviéndose libremente según las conocemos por las pinturas
murales clásicas”.
Es también la metonimia lo que nos permite
ver en este mural a la doncella (en realidad, una de las Horas) girando
y bailando mientras recoge flores. El contorno del rostro se redondea
para representar lo que no podemos ver: la mirada oblicua de la muchacha
hacia la flor. El escorzo que pone la pierna izquierda de la doncella
en primer plano, nos oculta el resto de su cuerpo para que podamos
imaginar su paso de baile. ¡Cuán lejos está aquí la
pintura del conceptualismo pre-griego que llevaba a representar la
figura humana frontalmente o de perfil! Se trata ahora de elegir
un punto de vista de entre los infinitos posibles para crear una
ilusión de movimiento a través de la representación
de unos pocos rasgos destacados: la pierna, la mano, el rostro girado…
Para Gombrich, la ilusión de movimiento en una imagen inmóvil
se produce mediante un efecto de proyección. El observador
parte de unos rasgos como los que hemos enumerado en el mural de
Stabia o en la caricatura de Daumier. Dichos rasgos metonímicos,
partes de un todo, deben “estimular la imaginación del
contemplador” de modo que “pueda proyectar lo que no
hay en la imagen” (Gombrich, 1959, p. 184). Según Gombrich,
para que se pueda producir esta proyección existen dos condiciones:
Una es que al espectador no le quede duda sobre la manera de llenar
el hueco; la segunda es que se le dé una “pantalla”,
una zona vacía o mal definida sobre la cual pueda proyectar
la imagen esperada. (Gombrich, 1959, p. 184)
Con muy poco esfuerzo, podemos localizar en el mural de Stabia las zonas vacías sobre las que el espectador proyectará el gesto en movimiento de la doncella. La “pantalla” que se le da al espectador reside en esa la mirada apenas dibujada, pero intuida tras el contorno; en esa la pierna derecha oculta por la tela vaporosa del vestido. En Le dernier bain, en cambio, ocurre algo distinto. La “pantalla” no está dentro de la obra gráfica, sino fuera de ella. No se localiza en el espacio, sino en el tiempo. Lo indefinido no es una parte de la propia imagen sino lo que viene después de la imagen.
Entre el mural de Stabia y la caricatura de Daumier existe sólo
una diferencia de grado. Diferencia que explica el salto exponencial
que se produce en el ámbito de la caricatura con respecto
a la ilustración y a la pintura tradicional en cuanto a la
representación del movimiento. En el mural existe una ilusión
de movimiento de corta envergadura, una oscilación apenas
intuida por el ojo del espectador; en la caricatura, sin embargo,
lo que se evoca es una acción completa: no sólo se
insinúa el momento en el que se desploma el suicida, sino
también la caída en el río. La técnica
usada por el pintor del mural es análoga a la de la figura
de la sinécdoque, mientras que la de Daumier, si bien participa
de la misma naturaleza, tiene su equivalente en la figura metonímica
de “la causa por el efecto”. Podríamos decir que,
si bien en la pintura el movimiento tiene un carácter centrípeto,
delimitado por los confines de la imagen, en la caricatura el movimiento
es siempre centrífugo: sale fuera de la imagen representada.
Cuanta mayor es la distancia entre causa y efecto dentro de la caricatura,
o dicho de otro modo, cuanto menos evidente es la relación
entre estos dos términos, mayor es el efecto paradójico
(y, en ocasiones, humorístico) de la imagen.
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La "pantalla temporal"
Uno de los rasgos definitorios del cómic
es, precisamente, ese intento de representar de modo gráfico
un efecto a través de una causa.5 La única
diferencia entre una caricatura (o cartoon) y un cómic de
varias viñetas es que esa “pantalla temporal” que
hemos definido (el lugar donde el espectador proyecta el movimiento)
no existe físicamente en la caricatura, mientras que en
la secuencia de viñetas se encuentra representada explícitamente
en forma de espacios en blanco o márgenes entre las viñetas.
En ocasiones, dentro de la caricatura, la metáfora
se convierte en una aliada de la metonimia a la hora de crear el
efecto que hemos denominado de “pantalla”. Si en la
metonimia un signo visual puede actuar en sustitución de
otro no representado por razones de contigüidad espacial (o
específicamente en la caricatura, por una razón causal),
en el signo visual metafórico opera un proceso de reconocimiento
basado en el parecido. En Arte e Ilusión, Ernst
Gombrich analiza varios ejemplos de proyección metafórica
en caricaturas y carteles publicitarios (Gombrich, 1959, p. 206-209),
de los cuales uno de ellos concierne al tema que nos ocupa: el
movimiento. Se trata de un anuncio creado por el caricaturista
Raymond Tooby para el London Passenger Transport Board (servicio
de transportes públicos de Londres). El anuncio utiliza
como motivo metafórico el “ojo de buey, el conocido
símbolo donde se inscriben los rótulos de las estaciones
del metro londinense y que sirve de emblema de la empresa.
Fig. 6 – Tooby, Raymond (1954), Anuncio del London
Transport.
Gombrich explica cómo funciona la decodificación
metafórica cuando vemos este anuncio:
Puede requerirse una fracción de segundo para ver la supuesta
actitud del muchacho, y hasta que hemos entendido dicha postura no
le brota una nariz convincente, mientras que el saliente opuesto
se nos borra de la conciencia. Hemos proyectado una cara en nuestra
lectura. (Gombrich, 1959, p. 207)
Una vez vemos la cara del niño, empieza a operar
el proceso de proyección metonímico. Al reconocer la
nariz infantil en uno de los salientes del símbolo del metro,
identificamos la dirección de la mirada que está curioseando
dentro del cañón. Se pone en marcha ahora el principio “causa
por el efecto” y estamos preparados ya para proyectar metonímicamente,
igual que en las figuras 2 y 5, el momento posterior en la cadena
causal de la acción. Un momento tan humorístico como
explosivo que no habríamos podido identificar si antes no
hubiésemos proyectado adecuadamente la cara del niño
sobre el símbolo del metro.
Uno de los usos más frecuentes de la metáfora en la caricatura (y es aquí donde el contenido textual cobra verdadera significación en el cómic) es cuando ésta tiene una naturaleza puramente lingüística. David Carrier cita numerosos ejemplos de Gary Larson, caricaturista cuyo principal motivo temático es el desastre (Carrier, 2000, p.20). Por lo general, el humor de Larson reside en ilustrar el momento previo a una gran catástrofe, sólo intuida por sus protagonistas, pero de carácter obvio para el lector. Uno de los cartoons analizados por Carrier resulta muy representativo a este respecto. Muestra al dueño de una fábrica en el instante en que sale de su oficina para encontrarse con uno de sus empleados, dispuesto a abatirle con un rifle.
Fig. 7 – Larson, Gary (1989), The Far Side Gallery
4. Kansas City, Andrews & McNeill. (p. 142)
La leyenda dice así: “Malinterpretando
a sus empleados, que gritan ‘Simmons ha perdido el juicio’,
el señor Wagner sale de su oficina por última vez”.
El efecto cómico de esta caricatura reside en un juego de
palabras metafórico que sólo tiene sentido en inglés.
La expresión “lose one’s marbles” (perder
el juicio), significa literalmente “perder los mármoles” y
así la entiende el señor Wagner, dueño precisamente
de una fábrica de mármoles. De ahí su sorprendida
e hilarante expresión al encontrarse cara a cara con su fatídico
destino. Carrier acierta al explicar que, si hubiéramos leído
en la leyenda algo así como “malinterpretando a sus
empleados, que gritan ‘Simmons tiene un rifle’”,
la ilustración no habría provocado carcajada alguna
(Carrier, 2000, p. 20). Toda su eficacia radica en el hecho de que
el lector ha entendido la metáfora en boca de los empleados,
mientras que el señor Wagner no. La decodificación
metafórica nos permite imaginar el carácter despistado
del dueño de la fábrica, para después, igual
que ocurría con el ejemplo de Raymond Tooby (fig. 6), poner
en marcha el proceso metonímico causal y representarnos mentalmente
el resultado posterior: la imagen del boquiabierto patrón,
tumbado en el suelo como los otros dos empleados. También
aquí, igual que en la caricatura de Daumier, el movimiento
depende del contenido metonímico de la imagen. Pero la expresividad
del movimiento en este cartoon de Larson deriva en buena medida de
la metáfora. Gracias a la metonimia visual nos imaginamos
la siguiente e invisible viñeta. El señor Wagner muerto
en el suelo. Pero es sólo gracias a la metáfora que
quizá imaginemos también en el rostro del finado un
gesto de reconocimiento no representado en la ilustración.
El gesto de que en ese instante postrero él también
se ha dado cuenta de lo que ya sabía el lector: que ha muerto
por culpa de su propia estupidez.
A pesar de su poder expresivo, la metáfora por
sí sola no genera ilusión de movimiento. Al contrario,
sabemos por el arte pre-griego, que la metáfora está estrechamente
ligada a lo estático. Los pintores rupestres perseguían
un parecido físico en sus figuras animales para propiciar
la caza. Los egipcios representaban los brazos y el torso humano
de frente, la cabeza y los brazos de perfil, pues estos puntos de
vista eran los que ofrecían el aspecto más característico
de lo que ellos concebían como un brazo, un torso, una cabeza
o un brazo humano (Gombrich, 1950, p. 52). Las razones que movían
el arte pre-griego eran, en su esencia, metafóricas: por mucho
que, hoy en día, nos parezcan inexactas representaciones de
la realidad, eran para sus contemporáneos imágenes
fieles de los conceptos mentales a los que sustituían. El
movimiento no tenía nada que ver con estas representaciones
visuales, pues lo que se intentaba era crear imágenes de permanencia,
de inmutabilidad, para que la idea original pudiera ser poseída
bien mediante un acto de magia en el caso del arte rupestre,6 bien
llevando al interior de las pirámides los relieves en piedra
de los esclavos del faraón. Así, también en
la caricatura, es fácil comprobar cómo la metáfora
es ajena a la retórica del movimiento cuando no va acompañada
de un contenido metonímico. Por sí sola, todo lo más
puede ilustrar un chiste visual, con una buena carga irónica,
tal vez, o de humor absurdo (como ocurre en la fig. 8), pero siempre
dentro de la dimensión de lo estático.
Fig. 8 – Berman, Jennifer (2008). Las frases “you
rock” y “you rule” (“tú, roca” y “tú,
regla”) pueden ser usadas de forma metafórica en un
contexto de argot, como ocurre en esta caricatura, con el sentido
de “tú molas”.
No obstante, en combinación con elementos metonímicos, la fuerza expresiva de la metáfora puede contribuir, como ya hemos visto en el ejemplo de Larson (fig. 7), a acentuar los procesos causales que “mueven” la imagen, gracias a los corolarios irónicos, paradójicos o poéticos que pueda añadir a la acción representada. Si contamos con que, en el cartoon, por lo general, la metáfora viene expresada en términos verbales (el ejemplo de la fig. 6 es bastante marginal y específico), podemos entender por qué algunos autores como Harvey, a quien citábamos antes, piensan que el contenido verbal es un elemento esencial del cómic. Nuestra opinión, en cambio, es que sólo es esencial en un sentido restringido; es decir, únicamente cuando la ironía o la paradoja que introduce el contenido verbal de la ilustración sirven para reforzar y para dotar de mayor expresividad a la ilusión de movimiento producida por los componentes metonímicos de la imagen.
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La secuencia de imágenes en movimiento
Ahora que ya hemos descrito los mecanismos básicos
que intervienen en la ilusión de movimiento dentro de una
imagen aislada, pasaremos a tratar dos cuestiones que afectan especialmente
a las artes secuenciales. En primer lugar, ¿a qué razón
se debe que algunas secuencias visuales sean más efectivas
que otras en cuanto a la representación del movimiento o de
una acción? Segundo: cómo interviene la metáfora
dentro de la secuencia para realzar su poder expresivo.
Al comienzo de este artículo mencionábamos la respuesta
que daba Jean-Claude Carrière a la primera de estas preguntas.
La sucesión de escenas diurnas y nocturnas en el western que
había ido a ver al cine no transmitía una ilusión
efectiva del paso del tiempo porque los fragmentos diurnos no duraban
lo suficiente. Es una respuesta intuitiva a un problema práctico
la que daba Carrière, pero ¿cómo formularla
de un modo más generalizable?
El realizador soviético y teórico Sergei M. Eisenstein
nos proporciona un buen punto de partida. Aunque no hace mención
directa a la figura de la metonimia, Eisenstein relaciona el montaje
y la yuxtaposición de imágenes con el principio pars
pro toto. El objeto del montaje en secuencia es producir una
imagen de movimiento o de acción (si entendemos la acción
como un movimiento de amplitud mayor). Se trata pues de obligar a
la mente, mediante el principio pars pro toto, “a generar la
imagen de un acontecimiento sin describir el propio acontecimiento” (Eisenstein,
1991, p. 160). Describir el paso de los días es mencionar
o visualizar todos los cambios que intervienen en el paso del día
y la noche: el amanecer, el mediodía, la luz de la tarde,
el crepúsculo, la puesta de sol y la noche cerrada. El cineasta
o el dibujante de cómic puede recurrir a este método
descriptivo (el cual tiene sus ventajas expresivas usado en algún
momento determinado de la narración, pero que, aplicado como
norma, puede resultar narrativamente inoperante) o bien recurrir
al principio pars pro toto, o en otras palabras, al montaje. Basta
con montar dos fases representativas de una acción para que “a
partir de la colisión entre ilustraciones […] surja
la imagen de un movimiento (un movimiento que, de hecho, no está descrito,
sino que se transmite con dos ilustraciones inmóviles)” (Eisenstein,
1991, p. 160). El realizador de la película que vio Carrière
recurrió a este método. Para significar el paso del
día a la noche, montó dos partes del continuo temporal
pero se equivocó en un detalle: las dos partes que eligió no
eran igual de representativas, pues una de ellas, la escena nocturna,
tenía una duración comparativamente más larga
que la diurna.
El principio pars pro toto inherente a la secuencia metonímica
sólo se pone en marcha si cada una de las imágenes
ilustra una fase lo suficientemente representativa de la acción
como para que se produzca la colisión entre imágenes
que menciona Eisenstein. Lo mismo ocurre en el cómic, aunque
las imágenes estén secuenciadas aquí por yuxtaposición
y no por montaje.7 Podemos
recurrir a la explicación dada por Eisenstein para esclarecer
por qué la siguiente secuencia apenas transmite sensación
de movimiento:
Fig. 9 – Drooker, Eric (1992), Flood! A Novel in
Pictures. Nueva York, Four Walls Eight Windows. (p. 175)
Aunque es evidente que la fig. 9 representa a un hombre corriendo, no surge una imagen clara de movimiento de esta secuencia concreta de viñetas. Como bien sabrá cualquiera que haya intentado animar los dibujos de un monigote andando en las esquinas de un libro, la ausencia de movimiento en la secuencia de Drooker no se debe al esquematismo de sus ilustraciones, sino a que estas no representan posturas lo suficientemente contrastadas. En las tres primeras viñetas, los pies y las piernas de hombre están prácticamente en la misma posición. En la cuarta viñeta se diría que comienza la carrera, pero nada nos impide pensar que se trate de un salto. No hay cambio relativo en la postura de las piernas de las viñetas cuatro y cinco. ¿Tal vez se haya quedado suspendido en el aire? Al no haber colisión perceptible entre viñeta y viñeta, el lector tiene dificultades a la hora de proyectar una imagen de movimiento según el principio pars pro toto. Como metonimia, cada una de estas viñetas es inadecuada al menos en lo que se refiere a evocar la acción de correr.
Pero no se trata aquí de valorar cuándo una secuencia es buena o mala, cuándo funciona y cuándo no funciona. Si lo hiciéramos, estaríamos pasando por alto un aspecto fundamental de la cuestión: al autor de esta secuencia no le interesa en absoluto sugerir una imagen de movimiento. Flood!, la novela gráfica de la que hemos extraído este ejemplo tiene como objeto estudiar, de manera experimental, los límites entre la representación tradicional y la abstracción icónica. Lo que se propone Eric Drooker es ilustrar el proceso de gradual esquematización que sufre su protagonista, hasta el punto de que, al final de la novela, alcanza la abstracción pura y, con ella, desaparece. En estas últimas viñetas de la fig. 9 es donde el proceso de abstracción llega justamente a su fin y, por tanto, el movimiento se convierte en una preocupación tan completamente ajena al autor como lo era para los artistas del neolítico. Sin embargo, para entender cómo funciona el principio pars pro toto, puede resultarnos útil comparar esta secuencia con otra donde el movimiento sí es una preocupación esencial. Para ello, tomaremos dos viñetas de Entender el cómic de Scott McCloud, uno de cuyos capítulos está precisamente dedicado al tema del movimiento en los artes secuenciales:
Fig. 10 – McCloud, Scott (1993), Entender el cómic.
Bilbao, Astiberri. [Trad.: Enrique S. Abulí (2005)] (p.
93)
En la fig. 10, las “partes del todo” no sólo están más definidas, sino que además ilustran las fases más representativas del acto de caminar: apoyar el pie derecho (viñeta 1) y apoyar el pie izquierdo (viñeta 2). El contraste claro entre cada una de estas dos metonimias prepara al lector para proyectar el movimiento completo sobre la “pantalla” formada por los márgenes entre ambas viñetas. El principio de proyección es, en realidad, el mismo que analizábamos en la caricatura. Lo único que diferencia el caso de la secuencia del de la caricatura es que, mientras en esta última los elementos metonímicos se encuentran incluidos dentro de una misma ilustración, en la secuencia los elementos metonímicos quedan segmentados. A pesar de esto, nada nos impide juntar en una única imagen las dos fases principales del movimiento representado en la fig. 10. De hecho, esa es una de las técnicas favoritas de Hergé quien, en la siguiente viñeta de El cetro de Ottokar, reparte la primera posición de las piernas (pie derecho apoyado) a los detectives Hernández y Fernández, y la segunda (pie izquierdo apoyado) al personaje del centro. De este modo, construye en una sola viñeta una metonimia de ese todo que es el acto de caminar:
Fig. 11 – Hergé (1938), El cetro de Ottokar.
Barcelona, Juventud. [Trad.: Concepción Zendrera, (1959)]
(p. 10)
La ilusión de movimiento en la secuencia depende,
por tanto, de la habilidad del autor a la hora de seleccionar las
fases más representativas del proceso lógico de una
acción. Pero no sólo es cuestión de identificar
y elegir bien las fases. Si éstas se disponen en un orden
que no obedece al de la lógica de la acción, la ilusión
de movimiento puede deshacerse. Observemos lo que ocurre en la siguiente
ilustración tomada de un folleto propagandístico:
Fig. 12 – (Autor desconocido) “Comité de
Educación”. En: Acevedo, Juan (1984), Para hacer historietas.
(p. 76)
En su obra de carácter didáctico, Para hacer historietas, Juan Acevedo comenta que “esta secuencia, que ilustra las ideas de unión y orden, habría sido más eficaz si su primera viñeta se hubiera colocado en tercer lugar” (Acevedo, 1984, p. 76). Efectivamente, esto es así, pero el autor no explica por qué. Si dos animales (o, para el caso, dos personas) están unidos por una cuerda y tiran ambos de ella, tres momentos distintivos podremos identificar en dicha acción: un momento de relajación, el instante en que ambos tiran, el estupor ante la imposibilidad de separarse y, finalmente, la decisión de actuar juntos. El proceso psicológico que lleva a esa decisión estará mejor representado si se sigue este orden lógico y no otro, debido a que el estupor de los animales en la cuarta viñeta de la fig. 12 se deriva lógicamente de que ambos han intentado tirar de la cuerda y han fracasado. Esta relación causa-efecto quedará mejor expresada, entonces, si la primera viñeta precede inmediatamente a la cuarta. De este modo se refuerza una ilusión de movimiento que, si mantenemos el orden original de las viñetas, resulta como mínimo confusa.
Como vemos, la ilusión de movimiento (y,
por tanto, la narración) en el seno de una secuencia de
imágenes depende de los vínculos metonímicos
que haya entre las viñetas en el caso del cómic y
entre los planos en el caso del cine. El lector podrá proyectar
el significado de una acción en una secuencia de dos o más
imágenes dependiendo de que cada una de ellas ilustre una
fase representativa de la acción o del movimiento significado,
y de que el orden de las imágenes sea el apropiado para
establecer relaciones causa-efecto claras.
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La metáfora de la secuencia de imágenes
Es ahora el momento de retomar la segunda pregunta que nos hacíamos al comienzo de este apartado: ¿Qué papel puede jugar la metáfora dentro de una secuencia de imágenes? Acostumbrados como estamos a que las artes secuenciales tengan una función esencialmente narrativa, ni que decir tiene que el papel de la metáfora suele ser, por lo general, secundario. Fuera del videoarte y el cine experimental, raro es encontrar alguna película en cuyo montaje predominen las relaciones metafóricas entre imágenes. Sólo en casos muy particulares, como lo fue el del film Koyaanisqatsi (1982) de Godfrey Reggio, logra este tipo de cine acceder a las salas comerciales. Esto no quiere decir que no exista o que este modelo de “film poético” carezca de validez. Al contrario: sólo queremos constatar que, por desgracia, después de más de cien años de historia, muchos siguen valorando el cine exclusivamente por sus virtudes narrativas. Lo mismo podemos decir del cómic. Al haber sido considerado tradicionalmente un arte popular, la metáfora juega en él un papel incluso menor que en el cine. Por cada artista, como Cy Twombly o Andy Konky Kru, que se ha atrevido a jugar con la gramática de la secuencia vinculando viñetas por su parecido físico o conceptual, hay cientos, por no decir miles de autores que apenas salen de los géneros tradicionales del cómic, a saber: el de superhéroes, el de aventuras, el noir, el cómico o el autobiográfico.
Fig. 13 – Konky Kru, Andy (2002) [Sin título].
En: Shtumm, nº1. Londres, Dachshund Books. (p. 23)
Ejemplos como éste de cómic puramente poético merecerían no sólo un artículo, sino un capítulo aparte en la historia del cómic. Sin embargo, no es nuestro objeto en estas páginas analizar el vínculo metafórico entre imágenes cuando éste se da de una manera aislada, sino describir cómo actúa en combinación con las relaciones metonímicas para significar una acción. Ya hemos visto de qué modo se podía aliar la metáfora con la metonimia en el cartoon, principalmente a través del contenido verbal. La secuencia de imágenes, sin embargo, ofrece una nueva posibilidad: la de yuxtaponer imágenes que, al no tener en principio un vínculo causal o espacial lógico, fuercen en el espectador una lectura metafórica.
A tenor de una secuencia como ésta (fig. 14),
Scott McCloud se pregunta si “cabe la posibilidad de que, en
una secuencia de viñetas, éstas no tengan ninguna relación
entre sí” (McCloud, 1992: 73). Él mismo responde:
Yo, personalmente, no lo creo. Por muy dispar que sea una imagen de otra, siempre hay una suerte de alquimia obrando en el espacio entre viñetas que puede ayudarnos a encontrar un significado o una resonancia incluso en la combinación más discordante que puede darse. Tales transiciones pueden carecer de “sentido” desde el punto de vista tradicional, pero aun así siempre llegará a sugerir un cierto tipo de relación (McCloud, 1992, p. 73).
Efectivamente: ante una yuxtaposición “inconexa” en términos de contigüidad lógica causal o espacial, es decir, ante una yuxtaposición imposible de procesar si seguimos sólo criterios metonímicos, el lector tendrá que recurrir a las relaciones metafóricas para proyectar un significado. En sus comienzos, Sergei M. Eisenstein, solía utilizar con frecuencia una versión cinematográfica de este tipo de yuxtaposición, a la que él denominó montaje por asociación. Se trataba, por tanto, de obtener una “dinamización emocional” (Eisenstein, 1958, p.25) de la secuencia mediante el inserto de un plano extradiegético que sólo se podía procesar en términos metafóricos. En una secuencia de Octubre (1927), aparece el plano de unos engranajes de bicicleta en medio de un mitin del Sindicato del Batallón Motorizado. Este detalle no responde al hecho de que en la sala donde se celebra la reunión haya bicicleta alguna. No existe relación de contigüidad entre las imágenes de los sindicalistas que se levantan en rebelión y los pedales que giran sin cesar. La relación es metafórica, pues nos encontramos ante un enunciado secuencial que funciona como una comparación: “el pueblo unido es como un engranaje bien engrasado”.
Fig. 15 – Eisenstein, Sergei M. (1927), Oktyabr.
Moscú, Sovkino.
Aunque Eisenstein utilizó este tipo de montaje
con asiduidad, especialmente en la ya mencionada Octubre, más
adelante llegó a dudar de su efectividad en términos
narrativos.8Su
montaje por asociación no dejaba de consistir en el inserto
de una imagen metafórica dentro de una secuencia metonímica:
una comparación no integrada en la narración, por abstracta.
Podemos apreciar fácilmente cómo durante estos insertos
prevalece el carácter estático de la metáfora
visual que mencionábamos antes. En cierto modo, el montador
interrumpe la acción de la película para hacer una
comparación que puede contribuir a la escena en términos
simbólicos, e incluso aportar un elemento rítmico al
montaje, pero que queda separada del proceso metonímico que
articula el movimiento de la escena.
Con el tiempo este tipo de montaje iría desapareciendo del cine de Eisenstein o, mejor dicho, refinándose hasta el punto de que en su cumbre sonora, Iván el Terrible I y II (1944-1958), la metáfora aparece ya indisolublemente unida a la metonimia. Tomemos, por ejemplo, la secuencia en que el pequeño Iván es presentado en sociedad como nuevo zar de Rusia durante la segunda parte de la citada película:
Fig. 16 – Eisenstein, Sergei M. (1958) Ivan Grozni
II: Boyarsky Zagovor. Moscú, Alma Ata Studio.
A Eisenstein le bastan tres planos para hacer un esbozo
de la dramática situación que ensombrece el temprano
reinado de Iván. Un plano medio del joven Iván sentado
en su trono, un plano-detalle donde intenta tocar el suelo con el
pie sin levantarse y, por último, un primer plano del muchacho
que observa cómo entran en la sala dos de sus consejeros.
El montaje de estos tres planos es, en esencia, metonímico.
Los tres muestran detalles significativos de un solo acto: la toma
de poder por parte de Iván. La corona y el cetro como símbolos
jerárquicos, el pie y la expresión de su rostro. No
obstante, a pesar de su carácter metonímico, esta secuencia
lleva implícita una metáfora. Ésta no queda
expresada mediante una imagen externa a la narración, sino
por el plano en que Iván intenta alcanzar el suelo con el
pie. Iván “no da la talla” tanto en un sentido
literal debido a su corta estatura (estaríamos hablando aquí en
términos metonímicos), como en un sentido metafórico:
el miedo a no estar a la altura de las circunstancias perseguirá a
Iván a durante todo su reinado. Al estar supeditada esta metáfora
a la estructura metonímica de la secuencia, en ningún
momento queda interrumpida la narración. La metáfora
se suma al movimiento representado, en lugar de restarse de él
como ocurría en la secuencia de Octubre. Si en la secuencia
no se hubiera incluido el plano del pie, el plano de la mirada tendría
una interpretación meramente metonímica. No sería
más que una reacción neutra ante algo que está ocurriendo
en escena. Los consejeros entran e Iván los mira. Sin embargo,
el plano del pie extiende sus vínculos metafóricos
hacia el plano contiguo de la mirada, contagiándolo, podríamos
decir, con su significado. Ahora la mirada de Iván está preñada
del mismo miedo que nos daba a entender el gesto del pie.
La interacción entre metáfora y metonimia
es un fenómeno que no sólo se da en las narraciones
visuales. Louis Goossens lo ha identificado también en el
lenguaje coloquial, estudiando expresiones donde se producen transferencias
de ideas y términos por contigüidad (metonimia) al mismo
tiempo que se verifica un cambio de campo semántico a nivel
figurativo (metáfora).9 Goossens
sugiere que en la mayor parte de estas expresiones, “la idea
original que hay detrás de la transferencia de términos
se pierde [para el hablante]” (Goossens, 2004, p. 372). En
otras palabras, en esta figura mixta de metonimia y metáfora,
la metáfora suele pasar desapercibida pues está integrada
dentro de un proceso cognitivo al que el hablante está mucho
más habituado (la expresión metonímica, en el
caso del lenguaje coloquial; o la narración, dentro del discurso
visual). La sutileza de estas metáforas integradas dentro
de metonimias narrativas radica en el hecho de que parecen invisibles.
Un nuevo ejemplo de este tipo de metáfora puede ayudarnos a aclarar mejor su uso. En 1987, el realizador John Huston acomete una dura empresa: adaptar al lenguaje secuencial Los muertos, el último relato de los Dublineses de James Joyce. En dos ocasiones,10 ya el mismo Eisenstein había intentado trasladar a imágenes la obra de Joyce, abandonando ambos intentos, sabedor de las dificultades que entrañaban. ¿Cómo encontrar un equivalente cinematográfico al lenguaje característicamente poético de Joyce? El principal obstáculo es la subjetividad de sus narraciones, debida ora al uso del monólogo interior, ora al modo en que un narrador impersonal focaliza la conciencia del protagonista. Este último es el caso de Los muertos. En cierto momento de este relato, su protagonista, Gabriel, asiste a un pequeño concierto que se celebra en casa de las tías de su esposa. La tía Julia se dirige al piano y se dispone a entonar una canción, Ataviada para la boda. El comienzo de la escena no presenta aún grandes dificultades a la hora de “traducirla” a una secuencia de imágenes:
An irregular musketry of applause escorted her also as far as the piano and then, as Mary Jane seated herself on the stool, and Aunt Julia, no longer smiling, half turned so as to pitch her voice fairly into the room, gradually ceased. (Joyce, 1914: 219)
Un plano de tía Julia caminando
hacia el piano mientras los espectadores aplauden, otro con un detalle
de dos miembros de la audiencia y, finalmente, un último plano
de tía Julia que se dispone a cantar. Nada nuevo hasta ahora.
No nos alejamos todavía de una concepción metonímica
del espacio y de la acción.
Fig. 17 – Huston, John (1987), The Dead. Los Ángeles,
Zenith Entertainment / Liffey Films.
Muy pronto surge, no obstante, el viejo enemigo de las adaptaciones
joyceanas: la subjetividad. Mientras canta tía Julia, las
impresiones que su voz causa en Gabriel empiezan a infiltrarse
en la narración:
Her voice, strong and clear in tone, attacked with great spirit the runs which embellish the air and though she sang very rapidly she did not miss even the smallest of the grace notes. To follow the voice, without looking at the singer's face, was to feel and share the excitement of swift and secure flight. (Joyce, 1914, p. 220)
Joyce describe algo que, en principio, resulta irrepresentable visualmente: el incorpóreo movimiento de una canción. “Seguir la voz […] era sentir y compartir la emoción de un suave y seguro vuelo”. ¿Acaso es posible, sin ayuda de un comentario verbal, representar el movimiento exacto de estas notas musicales que vuelan, suaves y seguras, entre los presentes? Huston lo logró recurriendo, paradójicamente, a la misma figura mixta de metonimia y metáfora que usaba Eisenstein en Iván el Terrible. Lo hace ampliando la secuencia más allá de la narración de Joyce. Mientras sigue sonando la canción, monta un plano que se mueve lentamente escaleras arriba hasta llegar a una habitación del piso superior de la casa:
Fig. 18 – Huston, John (1987), The Dead. Los Ángeles,
Zenith Entertainment / Liffey Films.
En principio seguimos en el ámbito de lo puramente metonímico. Aparentemente la secuencia continúa encadenando partes de un todo, segmentos del espacio donde está teniendo lugar el concierto. Sin embargo, en el segundo plano de la fig. 18, que no deja de perder su carácter metonímico aunque se separe de la acción principal, hay oculta una metáfora. En inglés existe la expresión “flight of stairs” para nombrar lo que en castellano llamamos, simplemente, escaleras. Y he aquí cómo, sin que ningún actor en esta secuencia haga mención verbal a la palabra “volar”, John Huston evoca mediante una sola imagen la metáfora implícita en el texto de Joyce. Lo que era irrepresentable mediante el solo uso de la metonimia visual, el subjetivo vuelo de las notas de una canción, ha sido representado por medio de una metáfora procedente del lenguaje coloquial que en ningún momento rompe con la estructura metonímica de la secuencia.
Nos atrevemos a decir que este uso de la metáfora dentro de la metonimia puede lograr algunas de las más sutiles y expresivas representaciones del movimiento en el seno de la secuencia. Pero no sólo eso. También logra algo que el arte ha perseguido desde el advenimiento del arte griego: representar a través del gesto fugaz ese movimiento invisible que es la emoción humana.
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Conclusiones
Después de este somero recorrido por las diferentes formas de narración secuencial (desde el cartoon al cine, pasando por el cómic propiamente dicho) creemos haber puesto fuera de duda lo muy fructuosos que el concepto de metonimia, y en menor medida el de metáfora, pueden resultarnos a la hora de describir cómo funcionan la ilusión de movimiento y los mecanismos narrativos en las artes secuenciales. Técnicas como el escorzo, la caricatura o la yuxtaposición de imágenes están basadas en el mismo principio pars pro toto que rige los procesos de asociación por contigüidad en el lenguaje. En una imagen, la metáfora puede manifestarse de manera conjunta con la metonimia igual que lo hace en el lenguaje hablado. El cómic y el cine tienen, por tanto, mucho que ver con el lenguaje literario. No tanto porque sus estructuras narrativas deriven de las literarias (ya que sólo podemos admitir esto en casos particulares, como en el de la novela gráfica o el film de ficción, pero no en otros como el cartoon) sino porque ambos lenguajes, literario y visual, están basados en dos tipos similares de procesos cognitivos: el que combina los significantes por contigüidad (metonimia) y el que opera por sustitución (metáfora). Y es a partir del estudio de estos procesos que deberían estar encaminados los primeros pasos hacia una Poética del arte secuencial.
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