La cuestión bioclimática en la arquitectura, desde la Revolución Industrial hasta el Eco-tech
La Revolución Industrial introdujo la idea de que el hombre podría liberarse, a través de la tecnología, de las limitaciones impuestas por la naturaleza, de las penalidades del mundo físico. En términos urbanísticos y arquitectónicos ésto supuso que las ciudades perdieran su tradicional equilibrio e integración con el entorno –abasteciéndose de recursos y desplazando sus vertidos a otros territorios, todo ello posibilitado por el desarrollo de nuevos medios de transporte y almacenamiento de materiales y energía- y que los edificios se encerrasen en sí mismos buscando el acondicionamiento climático perfecto ofrecido por la tecnología, para superar definitivamente las inclemencias climatológicas, la adversidad del medio exterior. Para ello, los edificios se volvieron máquinas herméticas y aisladas de un medio externo que se entendía sistemáticamente como hostil, y se centraron en la creación de un clima interior regulado artificialmente, lo cual sólo fue posible a costa de un elevado consumo energético.
El Movimiento Moderno genuino propuso –además de la racionalización, el funcionalismo y la estandarización/industrialización de los procesos constructivos- un modelo de arquitectura fuertemente abstracta, en el sentido en que no hacía referencia –como tradicionalmente venía siendo habitual- al lugar donde se instalaba, sino que se limitaba a plantear un juego formal de volúmenes prismáticos con una importante voluntad de inmaterialidad en su configuración exterior (planos exteriores tersos, blancos, frente al material inmaterial por excelencia: el vidrio, esquinas desmaterializadas, etc.) representando así su alejamiento figurativo del mundo físico. Como máximo, el afán higienista llevó a buscar el soleamiento en las viviendas, produciendo ese alineamiento heliotrópico característico de los bloques lineales que hoy resulta un tanto ingenuo. A este modelo se le denominó "estilo internacional" y se difundió, como su nombre indica, a escala planetaria, obviando e imponiéndose sobre las formas de habitar autóctonas que estaban soportadas por siglos de evolución adaptativa al medio en que se asentaban.
Porque si volvemos la vista atrás, a la historia de la arquitectura previa a la Revolución Industrial y a la arquitectura popular tradicional, encontraremos numerosos ejemplos en los que la sostenibilidad está presente, ya que la integración en el medio y el consumo eficiente de materiales y energía eran entonces cuestiones ineludibles ligadas a la mera supervivencia humana.
No obstante, también dentro de la arquitectura de vanguardia del siglo XX pueden encontrarse ejemplos de sensibilidad hacia el medio y de integración en éste. Más allá de ese Movimiento Moderno ortodoxo y heró
ico –por su voluntad rupturista con la historia- propio de los primeros tiempos, la segunda generación de los años 50 y 60 demostró una sensibilidad mucho mayor hacia el lugar y el medio en que se implantaban los edificios. La evolución del mismo Le Corbusier es muy ilustrativa a este respecto: si en el comienzo de su carrera se interesó (de la mano de Carrier, padre del aire acondicionado) por la “respiración exacta” de los edificios y por el “muro neutralizante” (junto al fabricante de vidrio Saint Gobain), tras el fracaso del gran muro cristalino de la fachada de la Ciudad del Refugio de París (1936) se replanteó la cuestión de la piel de los edificios, desarrollando la idea del “brise soleil”, para terminar con una aproximación al lugar y al clima mucho más apropiada en sus últimos proyectos de la India (villas Shodhan y Sarabhai, Chandigarh), gracias a una fructífera reinterpretación de la arquitectura vernácula. Entre las obras de casi todos los grandes maestros –quizá con la excepción de Mies van der Rohe- pueden encontrarse ejemplos que demuestran una cierta sensibilidad ambiental, tales como el Solar Hemicycle (casa Jacobs) de Frank Lloyd Wright, los edificios de Louis Kahn en Dacca o el proyecto de Lusaka, la mayor parte de la obra de Alvar Aalto, etc. Todavía fueron más sensibles aquellos arquitectos que desarrollaron su estilo personal mediante la síntesis de algunos principios del Movimiento Moderno (funcionalismo, racionalismo, etc.) con la adaptación al contexto donde trabajaron, separándose del “estilo internacional” para hacerlo regional –y por tanto más adaptado a las condiciones climáticas y a su contexto natural y cultural-: Luis Barragán en México, Sverre Fehn en Noruega, Ralph Erskine en Suecia, Hassan Fathy en Egipto, etc.
El objetivo de estos arquitectos, como el de los constructores anónimos de la arquitectura popular, no fue ya liberarse de la naturaleza, sino integrarse en ella, incorporarse a sus procesos sin alterar sus equilibrios. El medio exterior dejó de ser entendido no como un adversario, y pasó a considerarse como un aliado; incluso en condiciones climáticas extremas como en las que trabajó Erskine en el círculo polar o en los proyectos del desierto de Hassan Fathy, tal y como también han hecho en circunstancias similares los esquimales o los pueblos trogloditas de Túnez.
En los años 60 se publicaron los primeros textos que incidían en la integración de la arquitectura en el medio -como los de Ian MacHarg (1967), Victor Olgyay (1963), Baruch Givoni (1969) o Edward Mazria (1979)- sentando las bases teóricas y científicas de todos los aspectos técnicos relacionados con el confort humano y de lo que se denominaría arquitectura bioclimática. En los 70, la crisis del petróleo volvió a despertar el interés por la energía, y aparecieron las primeras generaciones de edificios que se autoproclamaban bioclimáticos. La principal preocupación de estas arquitecturas era la de conseguir un eficiente comportamiento térmico, por medio del cual desarrollaron un lenguaje que explotaba los recursos de los dispositivos de acondicionamiento ambiental pasivo o de captación solar, con una estética "militantemente bioclimática". Más allá de esta militancia y de su eficiencia energética, desde el punto de vista arquitectónico, la mayor parte de los edificios de esta época (por ejemplo, los de Thomas Herzog) no habían encontrado todavía un lenguaje arquitectónico capaz de incorporar los dispositivos bioclimáticos, de tal manera que su imagen oscilaba entre la de un extraño artefacto tecnológico y la del invernadero, y se quedaban, en muchas ocasiones, en el injerto o yuxtaposición de una serie de dispositivos ingeniosos para el control climático sobre una estructura figurativa previa, que nada tenía que ver con aquellos dispositivos.
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