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Relaciones de género y mediación de la intimidad y el amor Compromiso moral y evitación del conflicto En la línea de la universalización de la vida En el otro lado, en el de los hombres, desde la posición de dominación masculina inscrita en las relaciones de género, se da, asimismo, una correspondencia con esas posiciones señaladas. Bien entendido, se trata de una correspondencia inversa de dominación que se asienta en los espacios morales y prácticos que roturan la convivencia más íntima y profunda, donde las formas amorosas en gran parte se despliegan. La inversión y la responsabilidad moral están detrás de un universo ingente de actividades, de preocupaciones, de tareas. Por lo anterior, la ayuda del hombre sin un compromiso moral, aunque sea con un reparto equitativo, es insuficiente. En última instancia, la distribución y elección de las actividades normalmente sigue reforzando y connotando una división social simbólica de dominación entre lo necesario (productivo) y lo contingente (reproductivo), dependiendo de la propia definición de la situación y los pares que se encuentren en juego (Ibáñez, 1994: 93 ): por ejemplo, fregar (mujer) frente a cocinar (hombre); barrer (mujer) frente a fregar (hombre); barrer (hombre) frente a planchar (mujer): ![]() “– Pero yo creo que la responsabilidad de la casa está en la mujer. Aunque luego se compartan a la mitad los trabajos, ¿eh? Pero la responsabilidad de pensar... – La responsabilidad la tienes tú… – De pensar, de organizar, de decir: falta esto de... – Y la solución de las cosas, la haces tú... – Luego, a lo mejor lo haces a la mitad… Pero otra cosa es que tu cargas con... – Sí, sí, eso es cierto” (Grupo de discusión 1, página 44. 22-30 años). Por otro lado, en este nudo relacional se origina, desde tiempo atrás, que los cambios en la asunción y participación de los hombres en las actividades del mundo interno, aunque sean muy pequeños, se sobredimensionan y pierden perspectiva. Cuando la conversación entre las jóvenes continúa, se cae en la cuenta de que los hombres apenas han comenzado a cambiar sus prácticas en este terreno. ¿Qué está ocurriendo? Independientemente de que la semántica masculina sea la dominante, y unos y otras tienen sus responsabilidades al respecto, de forma que nadie puede justificarse en las posiciones ajenas para continuar prácticas que inciden en la desigualdad, si parece haber una cierta correspondencia entre hombres y mujeres, entre chicos y chicas: “– No, pero los hombres, tienen que empezar a asumir también... – ¡Oye! -Su parte de responsabilidad. – Yo creo que ahora, yo creo que los hombres asumen, ¿eh? – Sí, asumen... – Empiezan. – Más, pero no igual, pero no igual... – Empiezan. Y yo creo que..., y muchas veces yo se lo digo a mi madre... – Pero, ¡las mayores machistas, somos nosotras! (…) – Machistas somos nosotras. – No sé, depende... – En muchos casos, yo creo que sí, ¿eh? (Grupo de discusión 1, página 43. 22-30 años). Pero, en efecto, esa correlación entre ambas prácticas
de género no puede sino explicarse a partir de la existencia de un
orden moral aprendido en las interacciones y situaciones cotidianas
a lo largo de los años, tanto en los chicos como en las chicas (Gil
Calvo, 2000: 292). Los jóvenes actuales viven, y vienen de vivir, en
ese orden social que articula la desigualdad “– Pero bueno, yo creo que hay que distinguir entre la educación que recibes y luego las experiencias que tú tienes fuera de tu casa o de tu ambiente escolar, que es donde normalmente se adquiere la educación. Yo por ejemplo, en mi casa, somos siete hermanos, cuatro chicos y tres chicas. Que mi hermano haga la cama, uno de mis hermanos haga la cama.... – Es un milagro. – Es un milagro. Que ponga la mesa... buena estoy yo, ¿para qué va a poner mi hermano la mesa?” (Grupo de discusión 2, página 13. 23-30 años). Los problemas y las desigualdades sociales no se extinguen por evolución, cuando los sujetos sociales ejercen la crítica social y cambian sus formas de hablar y sus prácticas, hay implícitos nuevos modelos en las relaciones cotidianas. En situaciones sociales de estancamiento, como éstas, en las que se conoce el problema pero no se acaban de articular prácticas distintas, las comprensibles generalizaciones del tipo “todas las mujeres son iguales...”, “todos los hombres son iguales...” suponen un atenuante pasajero pero también tienen un efecto confirmatorio, cotidiano y sin aristas, de esas prácticas. Y por otro lado, lo que es más importante, tienen un efecto ocultador hacia otras formas de convivencia emergentes, que no es que se vayan a dar en el tiempo (en el futuro) sino que ya están ocurriendo en el espacio (en el presente), aunque no sea mayoritaria y conspicuamente. Parece, entonces, que después de los avances correctores de las situaciones de desigualdad habidos en los últimos años, nos encontramos ahora en una situación en la que parte de los papeles sociales tradicionales, –si bien reconstituidos– de hombres (chicos) y mujeres (chicas) siguen persistiendo, y en ellos unos y otras se encuentran más o menos a gusto/disgusto (Ortega, 1999: 80). Ahora bien, de entre todo esto también es posible reconocer formas variadas de negociación y flexibilidad entre los dos sexos que antes no existían y que actúan velando y sosteniendo la situación de dominación masculina. Es decir, una suerte de sexismo amable y benevolente como manifestación externa de las situaciones que acabamos de ver que, sin duda, comprometen al amor.
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