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Nexus, lexus, ciencias Amor, love, amour… y siguen las palabras. Si bien se supone que no hay forma de definir ni contar al amor, los diversos idiomas tienen cualquier cantidad de vocablos y variedades para todos los gustos. Podemos hablar de amor romántico, filial, maternal, sexual, religioso – y aun así nos quedarían muchas categorías afuera--. Por si fuera poco, tenemos también la ciencia del amor, y aquí entramos en terrenos peliagudos en el que los poetas y los científicos suelen sufrir diferencia irreconciliables. Ya lo dijo Edgar Allan Poe en su Soneto a la Ciencia: ¡Ciencia! Verdadera hija del tiempo
tú eres, Antes de seguir es necesario hacer una defensa
corporativa. Aseguro – y creo hablar en nombre de mis colegas- que
yo no he expulsado a las Hamadríades del bosque; ni siquiera las
conozco. Pero Poe efectivamente atrapa el sentimiento popular de
que hay cosas con las que la ciencia no debería meterse, y el amor
parece ser una de ellas, como si un análisis racional de los sentimientos
y las pasiones les quitara toda espontaneidad, toda poesía, como
si el explicar una puesta de sol le quitara toda la magia. Nada
de eso: entender el mundo, y a nosotros mismos, no es más que una
forma de seguir siendo mágicos e igual de enamorados que antes. Como sea, el cerebro (que según Emily Dickinson es más amplio que el cielo y más ancho que el mar) alcanza para cobijar al amor, y se conocen ciertas señales químicas que saltan de alegría cuando nos enamoramos. Las primeras sensaciones amorosas parecen venir acompañadas de un aumento en los niveles del neurotransmisor dopamina (que está involucrado en los mecanismos del placer) y una disminución en los de serotonina. Algo similar a lo que ocurre con ciertas adicciones – tal vez los que consideren el amor como una adicción no estén tan lejos de la verdad, y lo busquemos una y otra vez--. Del amor a la lujuria hay solo un paso, mediado por otras señales, como la testosterona o el cortisol, mientras que, como veremos, otras hormonas y señales como la oxitocina o la vasopresina son fundamentales para la fidelidad. Efectivamente, aquellas parejas (humanas o no) que logran una relación duradera tienden a tener una actividad cerebral asociada a estas señales, que se producen cuando nos ponemos cariñosos y nos pegoteamos el uno con la otra. La misma oxitocina es una de las señales que afianzan el vínculo del amor materno-filial; por otro lado la prolactina también nos hace mejores papás y mamás. La monogamia es un hecho extraño en la naturaleza (suele darse sólo para algunos mamíferos y aves), y tal vez le haya tomado prestado el mecanismo neuroquímico a esa unión que las mamás de casi todas las especies han sabido mantener con sus crías a lo largo de millones de años. La elección de pareja no es un hecho tan azaroso o casual como solemos pensar: hay señales muy concretas y biológicas que indican que estamos en presencia de la media naranja adecuada para nuestros genes y nuestros sistemas inmunes. Aunque no sea muy adecuado en público, el olor tiene mucho que ver en esta elección, ya que nos permite distinguir –conscientemente o no– algunas características muy íntimas de la eventual pareja, para saber si realmente vale la pena el esfuerzo de decirse cosas lindas, ir a buscarse al trabajo o a la salida del colegio, regalarse flores o anillos y, finalmente, intercambiar información genética.
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