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Introducción Ningún filósofo o estudioso de la filosofía desconoce actualmente la enorme aportación que el pensamiento griego representa para la filosofía de Occidente. Sin embargo, como ha señalado P. O. Kristeller, desde los comienzos de la Edad Media hasta mediados del siglo XI, el pensamiento occidental se alejó considerablemente de la cultura griega y de su lengua, bebiendo casi exclusivamente sus conocimientos de las fuentes literarias, filosóficas y científicas de la cultura latina, las cuales, si bien se habían alimentado en gran medida de los conceptos, ideas y prácticas del pensamiento griego, eran distintas de éstas, dadas la diferentes exigencias y circunstancias en las que se desarrolló el genio romano. De hecho, parece que la Edad Media latina conoció únicamente un reducido número de traducciones latinas de textos griegos, tales como la Biblia, los escritos de los padres de la Iglesia, parte del Timeo de Platón, el De interpretatione de Aristóteles y algunas otras obras de carácter medico y matemático.1 Esta actitud dio como consecuencia que muchos de los escritos clásicos en lengua griega se perdieran durante los primeros siglos de la Edad Media, como es el caso de la obra filosófica de los estoicos o la de Epicuro. Sin embargo, cuando el griego pasó a ser la lengua oficial del Imperio Bizantino por decreto del emperador Heraclio en el siglo VII, los estudiosos de Bizancio se dieron a la tarea de coleccionar, copiar y guardar en sus bibliotecas gran cantidad de manuscritos griegos clásicos que, luego de ser leídos y estudiados en la escuelas bizantinas, fueron objeto de numerosos escolios y comentarios. Así sucedió con las obras de Platón, Aristóteles, Homero, Píndaro y Sófocles, entre muchos otros escritos clásicos griegos que llegaron hasta nosotros gracias a la ingente labor que realizaron los eruditos bizantinos.2 De esta forma, a lo largo del periodo que va del siglo VIII a los siglos XIV y XV, los estudios clásicos de las obras griegas tuvieron un desarrollo más o menos constante en el Imperio Bizantino, ya que nunca se los dejó de lado. Curiosamente, durante los últimos siglos del Imperio Bizantino hasta su caída a manos de los turcos en el siglo XV, dichos estudios gozaron de una especie de renacimiento, razón por lo que a este período debemos a los mejores eruditos bizantinos. Junto con este período paradójico de decadencia política y florecimiento cultural del Imperio Bizantino, coincidió el florecimiento de los estudios griegos en Occidente, ya que, por causa de la desintegración del Imperio, muchos de los eruditos bizantinos emigraron a tierras occidentales, en especial a Italia, llevando consigo el interés por la lengua griega, así como la erudición y los textos. Fue por esta razón que Boccaccio pudo recibir en su casa al erudito Leoncio Pilato para que enseñara griego en Florencia; que el bizantino Manuel Crisoloras, sugiriera a Uberto Decembrio, un erudito italiano, la primera traducción de la República de Platón; o, finalmente, la importante influencia que Gemisto Plethón ejerció sobre pensadores como Marsilio Ficino, el filósofo italiano al que le debemos la traducción de numerosas obras del griego, así como los cimientos del neoplatonismo que resurgió en Occidente durante el Renacimiento. Por lo dicho, no queda duda de que el contacto de Occidente con Bizancio fue uno de los factores, entre muchos otros, que dieron vida al posterior florecimiento de los estudios del pensamiento griego que se gestara en Italia durante el Renacimiento, el cual es hoy en día tan caro a Occidente.
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