Concibiendo
la escritura
Se escribía con glifos de tamaño menor (afijos, prefijos,
infijos) y glifos principales (de tamaño mayor). Se tienen
tres diferentes formas de escritura: las formas geométricas,
las variantes de cabeza y las de cuerpo completo, los números
también se pueden escribir en variantes de cabeza y de cuerpo
completo. La unión de dos glifos, o más, forman palabras
y éstas a su vez conforman
oraciones las cuales comienzan, regularmente, por un
marcador temporal, fecha o algún otro, al cual le sigue un
verbo, el sujeto y el complemento (nombres de objetos y de lugares),
cuando son verbos intransitivos, cuando se trata de verbos transitivos
el orden es: marcador temporal, objeto, verbo, sujeto, pero estos
casos
son raros y suelen tener mayor frecuencia en los códices.
La
importancia que le dieron los mayas al tiempo provocó que
en los inicios de su desciframiento se le diera mayor importancia
a esta clase de registros, pero en la segunda mitad del siglo XX,
al identificarse el contenido histórico de los monumentos
y comprobar el carácter fonético de la escritura,
las piedras volvieron a hablar.
En
realidad la escritura trató de leerse fonéticamente
desde mediados del siglo XIX cuando el abad Brasseur de Bourbourg,
quien localizó el manuscrito de fray Diego de Landa el cual
contiene un alfabeto maya,
trató de leer el códice Troano encontrando en el algo
tan maravilloso como la mención a la desaparecida Atlántida.
Pero leyó el códice al revés, porque no se
conocía el orden de lectura, no fue si no hasta el desciframiento
de los textos calendáricos que se pudo fijar ésta.
Más adelante otros investigadores, Leon de Rosny y Cyrus
Thomas, valiéndose nuevamente del alfabeto de Landa, que
es como se conoce, propusieron las lecturas para kutz,
pavo y tzul, perro.
Pero
los alemanes Edward Seler, Ernst Foerstemann y Paul Schellhas criticaron
dichas lecturas y propusieron que la escritura era logográfica
o ideográfica, es decir, cada glifo representaba una idea.
Schellhas identificó los nombres de
(fig32) pero, ante la imposibilidad de leer sus nombres, les asignó
letras, mismas que hasta la fecha se siguen utilizando en algunos
casos.
Desde
un principio se intentó catalogar a los jeroglíficos
para poder referirse a ellos sin que hubiera confusiones, y se crearon
varios catálogos, siendo el más usado el del inglés
Eric Thompson
(1960), quien clasificó a los jeroglíficos en afijos,
principales y de cabeza. A cada uno se le asignó un número
y se citan con la letra T
más el número correspondiente, la posición
dentro del cartucho se marca por medio de puntos.
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