Tan
pronto disparaba yo una nueva bocanada de humo,
Sapiro ya era ahora Dodecaedro, Monroy Cono,
Cartoffel Esfera, Monroy Icosaedro y así,
como si estuvieran contestándose unos
a otros.
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Previsiblemente,
había un solo círculo, justo
en medio. Era imposible decir qué lo
distinguía de cualquier otro círculo
trazado con un compás de precisión,
pero era también imposible dejar de
reconocer que ciertamente algo lo distinguía,
tal vez una reverberación imperceptible.
Era de una belleza asombrosa.
-―¿Y después de esto qué vino? ―me
apuré a preguntar, sabiendo ya la respuesta.
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―¡La Forma Pura! ―dijeron los tres al unísono.
Sapiro chasqueó los dedos y desapareció. Liberé humo sobre él.
Era Cilindro.
―¡Volumen! ―llegué a decir, asombrado.
―¡Volumen! ―repitió Monroy, chasqueó los
dedos y desapareció también.
Me reí. Acerqué mi cigarro hasta su silla: era un Cubo
de luz.
-―Creo que te quedarás solo un rato, mi buen amigo ―anunció al
fin Cartoffel y en vez de chasquear los dedos, dio
un silbido agudo y se convirtió en
Pirámide.
-―Muy bien, señores ―dije―, es hora de que el viejo
Tulp juegue también a las Formas Puras. ¡Oops! ―Chasqueé los
dedos, pero no apareció ninguno de los tres. ―Oh,
vamos… ¡Me
aburro aquí solo!
Entendí que estaban estrenando su juguete nuevo y, de paso, espetándome
mi ausencia durante la semana pasada. Parecían niños. Tan pronto
disparaba yo una nueva bocanada de humo, Sapiro ya era ahora Dodecaedro, Monroy
Cono, Cartoffel Esfera, Monroy Icosaedro y así, como si estuvieran contestándose
unos a otros. Decidí dejar los tres cigarros en las tres sillas vacías,
erguidos como chimeneas, para poder ver sin interrupción todas las transformaciones.
Después de un rato, los abandoné a su suerte y fui hasta la ventana.
El cielo nocturno seguía encapotado, la lluvia había
amainado un poco.
―Sigo esperando, señores ―dije sin volver la vista
atrás.
Pero permanecí largo rato mirando hacia fuera, mientras los otros
tres se divertían detrás de mí mostrándose sus
destrezas. Recordé nuestras primeras reuniones, la elección del
nombre, que en nada representaba nuestra posición filosófica.
Ninguno de nosotros se declararía a sí mismo jamás kantiano
o especialmente partidario del idealismo trascendental en alguna de sus versiones.
El idealismo trascendental de nuestro nombre no tenía que ver con el
sentido de esa expresión en filosofía. Lo que sucedía
era que el común de las personas que sabía de nuestra afición
a la filosofía y de nuestro rechazo a casi todo lo demás, decía
de nosotros que éramos “idealistas”, ignorando, desde luego,
la acepción filosófica del término, y utilizando esta
palabra como un eufemismo para significar idiotez o ingenuidad en grado sumo,
pues, para ellos, un idealista es aquel que cree tan ferviente, inocente y
estúpidamente en sus ideales, que no se da cuenta de “los verdaderos
problemas de la vida”. Así que decidimos adoptar la estupidez
que se nos imputaba. Y por otro lado, cuando gente de esta misma estofa (la
inmensa mayoría, hay que decirlo) simulaba interesarse en nuestras actividades
y escuchaba, como respuesta a su curiosidad, que nos dedicábamos a meditar
sobre viejos asuntos, no faltaba nunca el que dijera: “Ah, yo siempre
he tenido mucho interés en la meditación trascendental”.
Así fue que acabamos por escoger este filosófico
nombre para nuestro club.
Recordé también
las
discusiones que
había
suscitado la redacción de los estatutos,
nuestro pasional y aguerrido lema, la primera distribución
de tareas y cargos, los primeros escritos llevados
por Cartoffel. Hasta que el reflejo de la ventana
me dejó ver que los cigarros habían
terminado de consumirse; Cartoffel, Sapiro y Monroy
no eran ya visibles. Y se habían llevado
consigo sus tabaqueras, de modo que no tenía
yo cigarros nuevos para hacer reaparecer las
tres Formas Puras. Monroy había dejado,
al menos, su encendedor sobre la mesa. Pero no
había lo que quema.
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