Revista Digital Universitaria
10 de febrero de 2007 Vol.8, No.2 ISSN: 1607 - 6079
Publicación mensual

 
     

RDU

 
 
 






Empecé a preocuparme y no tardé en recordar lo que Sapiro había dicho: que todavía no sabían el efecto que podía tener la coexistencia de varias Formas Puras en el tiempo-espacio durante un período prolongado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por un momento, pensé que los más de dos millones de papeles estaban allí prestos a ser incinerados. Supuse que sobre todo los primeros esbozos de círculos no revestían especial importancia. Y como tenía a mano la hoja número uno, llegué a considerar que podía valerme de ella para hacer una antorcha y ver en qué estaban aquellos tres. Pero no quería cometer una herejía. Si Monroy había guardado con tanto celo todos sus bosquejos, quizá tuviera en mente hacer con ellos algo, cuando más no fuera guardarlos como recuerdo.
  ―Bueno, señores, empiezo a aburrirme ―declaré―. Hora de volver.
  Chasqueé los dedos.
  Nada.
  ―¿Abracadabra? ―intenté.
  Nada.
  Empecé a preocuparme y no tardé en recordar lo que Sapiro había dicho: que todavía no sabían el efecto que podía tener la coexistencia de varias Formas Puras en el tiempo-espacio durante un período prolongado. Sentí pánico. Mis amigos bien podrían estar atrapados en el otro reino. Era preciso que al menos los viese un instante más para tranquilizarme.

  Busqué algo que pudiera utilizar como antorcha humeante. Nada en aquella biblioteca era adecuado para este propósito. Habíamos leído juntos cada página de cada uno de aquellos vastos volúmenes, habíamos llegado a declarar que cada letra y cada palabra, cada oración, sección y capítulo de cada libro tenía exactamente el mismo valor que las restantes letras, palabras, oraciones, etcétera de la biblioteca; que el prólogo a la traducción española de una obra menor valía tanto como el pasaje más bello del Fedro de Platón o la demostración más severa de la Ética de Spinoza, y esto porque estábamos convencidos de la pareja participación, aun de los elementos más ínfimos, en el destino común de ese único cuerpo vivo: nuestra biblioteca. No, no era posible siquiera quemar la página final con la fecha de impresión o las tediosas advertencias de algún traductor. Pero era insólito que no hubiera papeles sueltos, sin importancia, siquiera periódicos viejos. ¿Dónde estaban los papeles etéreos que habían servido para bosquejar círculos, triángulos y rectángulos? Sonaba extraño que hubiesen utilizado la cantidad exacta de papel en blanco para sus bocetos, ni una hoja más ni una hoja menos. (¿Y de dónde habrían sacado tanta cantidad y de un papel tan exquisito?) Subí las escaleras hasta el desván y encendí la luz.
Allí estaban las pilas de Sapiro y Cartoffel. Me acerqué curioso a examinarlas.

También era una cantidad monstruosa de papeles apilados, separados en montones que llegaban hasta la cintura. Vi el número uno, lleno de triángulos torpemente trazados, el número 806.922 ostensiblemente más cerca de la perfección, al menos de la perfección geométrica y no pude reprimir la curiosidad de buscar el último triángulo de Sapiro. Lo había conseguido un poco antes que Monroy: un triángulo único, equilátero, extraordinariamente perfecto y bello, en medio de la hoja 2.050.441. Le eché un ojo presuroso a los rectángulos de Cartoffel. Había sido el más precoz: alcanzó la Forma Pura, la rectangularidad, en la hoja 1.765.423. Un prodigio.

 

Más allá, había todavía unas cuantas cajas de cartón enormes. Me acerqué a examinarlas y vi que todas llevaban mi nombre escrito. Me sonreí; habían previsto todo, incluso mi ascenso al reino de las Ideas Puras. Abrí una de las cajas, saqué unas cuantas hojas y escogí una para poder contemplarla sola, en su vacía levedad. Era tan delgada y transparente que apenas resultaba visible. Ella misma era de una belleza extraordinaria y enigmática. Daba pena tener que pasarla por la hoguera.

  Bajé de nuevo a la sala, fui hasta la mesa y acerqué la llama del encendedor a una de las hojas. Contra toda expectativa, no era inflamable; no había manera de arrancarle el menor hilo de humo. Me pareció que el secreto para ver las Ideas Puras estaba cifrado en el papel casi tanto como en las innúmeras repeticiones de las formas. Pero no era momento de detenerse en especulaciones. Debía actuar con celeridad. Como no veía nada que fuese inflamable a simple vista, intenté sacar de la madera de la mesa una astilla, raspando con mi juego de llaves. “Que el club me perdone”, dije y empecé a raspar la superficie.

  La astilla era pequeña, pero encendió al instante. La puse por debajo de Monroy. Entre la imprecisión de mi memoria para dar con el lugar exacto donde estaría él flotando, como Forma Pura, y lo delgadas que eran las volutas de humo que despedía aquella astilla, fue creciendo un horror que ninguna presencia, por aberrante que sea, llegará a concitar jamás: el horror de la ausencia. Monroy ya no estaba allí. Moví desesperado la brasa ardiente hasta el lugar de Cartoffel; pensé, aun en medio de la angustia, en lo extraño que era buscar algo que sólo fuese visible a la luz del humo. Comprobé que Cartoffel también había desaparecido, y enseguida, que Sapiro había corrido la misma suerte. Me invadieron una impotencia más allá de todo decir y una soledad de muerte.

 

 
   
 

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