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Neurociencias y su importancia en contextos de aprendizaje

María Laura de la Barrera y Danilo Donolo
 


 

Cerebro, motor del conocimiento

En párrafos anteriores destacamos la importancia de la experiencia y el aprendizaje como factores clave para modelar de alguna manera al cerebro. Sabemos que las condiciones cognitivas previas están genéticamente dadas sólo como una potencialidad, y que se desarrollan en una interacción con el entorno, es decir, por el aprendizaje y la educación (Koizumi, 2004), configurándose de esta manera lo que llamamos experiencia.

Los procesos de aprendizaje y la experiencia propiamente dicha van modelando el cerebro que se mantiene a través de incontables sinapsis; estos procesos son los encargados de que vayan desapareciendo las conexiones poco utilizadas y que tomen fuerza las que son más activas. Si bien las asociaciones entre neuronas se deciden, sobre todo, en los primeros quince años de vida, y hasta esa edad se va configurando el diagrama de las células nerviosas, las redes neuronales dispondrán todavía de cierta plasticidad. Las sinapsis habilitadas se refuerzan o se debilitan a través del desarrollo por medio de nuevos estímulos, vivencias, pensamientos y acciones; esto es lo que da lugar a un aprendizaje permanente.

La enseñanza y la formación en la niñez ofrecen estímulos intelectuales necesarios para el cerebro y su desarrollo, ya que permiten el despliegue de las capacidades cognitivas y hacen más viables los aprendizajes. Precisamente, entre los tres y los diez años el cerebro infantil es un buscador incesante de estímulos que lo alimentan y que el mundo ofrece. Y, a su vez, es un seleccionador continuo que extrae cada diminuta parte que merece ser archivada. Esta decisión se basa en los procesos de atención que hacen que, de entre la amplia gama de estímulos, los órganos de los sentidos seleccionen los que conviene elaborar conscientemente. A los niños les encantan las sorpresas y a sus cerebros también… un entorno cambiante y variado que cada día despierte la curiosidad hacia lo nuevo, lleva casi de modo automático a aprender (Friedrich y Preiss, 2003).

Algunas investigaciones (Yakovlev y Lecours, 1967, en Blakemore y Frith (2005)) señalan que la corteza frontal sigue desarrollándose más allá de la niñez y que hay dos grandes cambios para destacar que se producen justamente después de la pubertad: uno es que a pesar de que el volumen total del tejido cerebral permanece estable, se da un incremento en la mielina de la corteza frontal después de la pubertad. La mielina se reconoce como un aislador e incrementa la velocidad de transmisión de los impulsos eléctricos entre neuronas. Mientras la sensibilidad, y las regiones motoras del cerebro se tornan totalmente mielinizadas en los primeros años de vida, la corteza frontal continúa con este proceso también en la adolescencia. Esto destaca que la velocidad de la transmisión entre neuronas de la corteza frontal puede llegar a ser mayor después de la pubertad.

Otros estudios postulan que se produce un recorte de sinapsis en la corteza frontal en ese período, lo cierto es que hay evidencias fuertes de que el desempeño de tareas de función ejecutiva mejora linealmente con la edad (Anderson, Anderson, Northam, Jacobs y Catroppa, 2001 en Blakemore y Frith, 2005). Es posible que el exceso de sinapsis en la pubertad, que aún no han sido incorporadas dentro de sistemas funcionales, especializados, den como resultado un desempeño cognitivo pobre durante algún tiempo; solo después de la pubertad se recortan los excedentes de sinapsis configurándose en redes eficientes y especializadas. Por lo tanto podemos afirmar que el cerebro sigue desarrollándose tanto en la educación secundaria como terciaria, por ende es adaptable y necesita ser moldeado y formado. Cualquier conjunto de estímulos que resultan de interés para el cerebro refuerza o causa nuevas conexiones y esta posibilidad se conserva a lo largo de la existencia (Goswami, 2004a y Rimmele, 2005].

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