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El juego de sustraer ![]() Pero cuando Cortázar proclama en Rayuela que en París se toca “el fuego central” no se refería, necesariamente, al “aura” de una comunicación esencial, sino a la inmediatez de la subjetividad, salvada gracias a lo que Kristeva llamó “la revolución del lenguaje poético”. Para Cortázar, sin embargo, esa lección de ruptura y subversión no era simbolista ni surrealista, sino que partía de la subjetividad no incautada por la mercancía y capaz de sostener su territorio de exploración, afinidades y convocaciones. Desde París, por ello, parecía posible la temporalidad de lo libre, cuya materia tangible era la voz misma, esa fluidez del tiempo vivo. La ciudad del paseante era ahora la del dialogante y, gracias a ese “derecho de ciudad,” la subjetividad no está del otro lado del lenguaje, y encarna de inmediato en la voz. En Rayuela y en 62, Modelo para armar, todo está tocado por el arrebato de una voz hecha de vehemencia expresiva, interlocución tramada, humor oral, y furor poético. Por otro lado, el diseño de las novelas es fragmentario o hecho por “figuras,” instancias cristalizadas que se suman en un espacio de tensiones. Así, los capitulillos de Rayuela poseen una dinámica favorecida por su propio montaje, interpolación y remisión. El juego de leer a saltos no es meramente ingenioso o divertido sino el mejor modo posible, tal vez el único, de sostener en la lectura el dinamismo imantado de esas iluminaciones y episodios, que, de otro modo, serían un “diario de escritura” o, peor aún, una novela sin novelización. Se puede, por ello, decir que la novela es aquí la parodia de la novela: está vaciada de relato, coordenadas verosímiles, argumentación, motivaciones y consecuencias. Tiene, sin embargo, el poder de la lectura en el interior de la ficción: el de leer lo vivido como una obra por cobrar sentido, y en esa lectura todo está librado al presente, a la indeterminación de lo vivo. Por ello, la primera pregunta de Oliveira “¿Encontraría a la Maga?” es una demanda en voz alta por el poder de la escritura, potencial pero actual, condicional pero poderosa, porque anuncia en el sujeto de la búsqueda la historia de la novela y en la pérdida de la amada el luto de la pareja, esa tinta de la escritura reparadora. Esta pregunta declara el programa de la novela: el cuento de la búsqueda y el recuento de escribirlo. En la indeterminación convocada, el relato es el acto verbal que potencia las respuestas como su ruta dialógica. Así, el narrador es autor (adelanta las interrogaciones de su drama) y actor (ensaya las respuestas como el juego de su relato). Esta pregunta anticipa el doble recorrido, las
dos orillas del libro: el soliloquio y el coloquio. Una orilla contempla
el paso de las aguas, el brío de la tinta, la fluidez de los hechos.
La otra, refleja la acción verbal del diálogo, la actualidad de la
ficción en la palpitación del habla. Pero ambas corrientes (como en
la canción de Garcilaso, “camino de razones en las aguas anegadas”
) se funden y confunden con humor, nostalgia, ironía, juego; esto
es, en la complicidad de empatía, que exime al autor de su propia
biografía y consagra al actor como la imagen en el espejo del lector.
De manera que esa pregunta promete, por lo menos, estas avenidas:
El perspectivismo verbal me recobra
ya no en la calle parisina sino en su página: esta novela es la ciudad
de París repartida entre sus actores en el presente de la lectura; Pienso que para evitar una lectura sentimental, por un lado, y filosofante, por otro, hace falta volver al París que heredó Cortázar, a ese mapa del discurso de las vanguardias, que entre la capital del siglo XIX, que levantó Benjamin, y el escenario de los vasos comunicantes, que trazó Breton, se abre, desde el título, como un programa de rehabitación; como si París tuviese que ser el último bastión contra la mecanización, no de la obra de arte sino del mundo contemporáneo, amenazado de convertirse en un mercado literal. Este paso y paseo del ser en el lenguaje es ahora la aventura del juego. De por sí evidente, esta hipótesis anuncia lo más complejo, sistemático y pasional de una obra que se resiste a acabar, que rehace una y otra vez la partida. Porque en la naturaleza del juego, la variación permanente es el comienzo, ensayado no sólo para abolir el azar sino para abrir el flujo de la coincidencia entre voces comunicantes. La obra de Cortázar se puede leer, me gustaría demostrar, como un plan de juego. Como el proyecto de convertir el juego en la lengua franca de la naturaleza humana, revelada en la gratuidad del juego, despropósito sin propósito. El juego, evidentemente, no es una actividad subsidiaria, paralela u optativa que sigue al “tiempo real,” al del valor productivo. Tampoco es parte del “tiempo libre,” rehúsa ser moneda corriente en la manipulación de los bienes. Más bien, es el espacio mismo de las revelaciones durables, del diálogo contaminante y el saber dilapidado. Ya el “Tablero de direcciones” (incluido a última hora, según las cartas a Porrúa) sugiere el planteamiento del juego: la elección entre alternativas, las reglas del juego de leer. Y si el número arriba de cada capítulo suma uno a la lectura, la remisión al final del mismo lo resta del que leeremos: leemos no añadiendo capítulos, sino substrayéndolos del libro, como quien toma cartas de la baraja hasta que las dos últimas se remiten una a otra. Los juegos, sin embargo, llevan el signo de lo insignificante, y no deben buscar “ascender a sacrificio” y la libertad demanda “evitar como la peste toda sacralización de los juegos”. Los encuentros con la Maga son parte del juego, que supone una “técnica”, la de “citarse vagamente”, a tal punto que los “encuentros eran a veces tan increíbles” que desafían a las “probabilidades”. Lo excepcional, en verdad, ha sido suscitado por la aleación de otra cartografía, la de la subjetividad, cuya imantación implica estar “ocupadísimo en mirar los árboles, los piolines que encontraba por el suelo”. Al inconformista, confirma Morelli, “otra libertad más secreta y evasiva lo trabaja, pero solamente él (y eso apenas) podría dar cuenta de sus juegos”. Si el centro de la obra cortazariana es una teoría y práctica sobre la creatividad, la ampliación de los poderes de invención no se daría sin la innovación poética del juego. Este juego es un lenguaje completo, es decir, una nominación exploratoria (como el gíglico sustitutivo, como el habla cronopia, poco socializada); pero también un ensayo de las inminencias del deseo. Sin valor de uso, esta actividad fugaz del juego (cambiante y deseante) es, sin embargo, capaz de recusar todos los órdenes en su radicalidad gratuita, talante demiúrgico y pasión aleatoria. La economía del juego se reproduce a partir de una noción paradójica, la del desvalor de los signos más creativos. Así, el terrón de azúcar que rueda bajo la mesa del restaurante, los piolines que se encuentra en los bolsillos, el paraguas roto al que se da entierro, configuran la serie de los objetos sin finalidad (“cosas inútiles”) en Rayuela. Son sílabas de un discurso desanudado por su carácter no utilitario. Son signos sin otro significado que el residual en el espacio derivado y contrario del juego. Y, sin embargo, con estos signos mínimos Rayuela construye un lenguaje de inquietante poder, que abandona el Archivo genealógico y se proyecta hacia un futuro reanudado por los ritos de purificación del juego. Los cronopios, se diría, pertenecen al nuevo Cronos, donde se habla la lengua pía, la de los pájaros libres. Al final, el lenguaje del juego trama, a modo de ejemplos, la puesta en duda de los discursos dominantes. Esos micro-relatos configuran, por así decirlo, lugares tentativos del juego, donde refulge su humor liviano y proyecto irónico. Los breves lugares del juego, pasajes y umbrales irrepetibles, donde tienen lugar el azar subjetivo, el goce estético, el diálogo contra rutina, adquieren el trámite distintivo de su gratuidad. El juego acontece en ese teatro pasajero, fugazmente, como una ceremonia intensa, casual y nostálgica. Los repetidos tablones que son un puente irrisorio no dejan de ser, primero, una cuerda del malabarismo emocional. Estos objetos carecen de lugar en el mercado, no tienen clientes ni valor de uso; y sólo tienen la forma instantánea de un valor de juego. No son símbolos de otro discurso, son signos de un próximo discurso, piedra señalada del camino. La “rayuela” misma, ese dibujo en la acera, que se juega con un guijarro y cuyos saltos entre casillas religa la tierra y el cielo, es una figura casual y momentánea, cuyo valor lo dicta la duración del juego; esto es, la temporalidad pura del espectáculo. La novela se llamó primero “Los juegos”, después “Mandala” y, por fin, “Rayuela.” Aunque, en sus cartas a Francisco Porrúa, Cortázar prefiera llamarla “contranovela.” De uno a otro nombre, se impone la gratuidad de un mapa del juego. Quiero decir que la novela es el
mayor juego: empieza cuando todo ha terminado, como el recuento de
sí misma y como el proyecto de otra novela. Esa otra novela radicalmente
nueva, es convocada aquí como la imagen en el espejo de Morelli: se
cruza de ida con la novela que viene de más lejos. Por eso, leemos
la novela como la peregrinación de Oliveira aunque sabemos que su
aventura ha terminado cuando empieza el relato, porque quien habla
en la novela es una voz que regresa para recuperarse en la escritura.
El “yo” de Oliveira es Morelli, el “otro” radical. La novela por hacerse
es la imagen de la novela que leemos. Los “lectores” que descifran
lo cuadernillos de Morelli se leen a sí mismos, y los leemos leyéndonos.
Hasta la Maga es la heroína de otro relato, el proyecto de una Quimera
perdida. Así, los tiempos de la historia (la memoria del relato) no
corresponden a los tiempos de la escritura (la suma de las restas), porque
lo decisivo no es la experiencia de un sujeto sino la puesta en página de la
voz. Rayuela es ese vasto soliloquio, construido como un libro inventado, creciente
e incompletable.
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