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Lector: el último que juega Incluso en Libro de Manuel (1973), donde el relato busca ahora hacer coincidir al “homo faber” con el “homo ludens,” el juego se despliega como una estrategia mediadora del nuevo grupo parisino: “Yo sé jugar sola pero ahora es otra cosa, un juego que a lo mejor puede servir para algo, nunca se sabe”, dice Ludmilla, ante la mirada irónica de Andrés. El fracaso de la empresa del relato político se convierte en la moral del juego: “el juego es grande y yo creo que vale la pena, total ganar o perder no tiene importancia en sí...”, concluye “el que te dije”, el Narrador. Pero en esta novela el juego se ha hecho instrumental, y su función es otra, la de desplegar las contradicciones. El mismo proyecto, construir un “manual del libro” a través de citas y recortes para Manuel, el lector futuro, anuncia una enciclopedia de ejemplos, curiosidades y extravagancias, cuya política, más que aleccionadora, es una subversión de la sintaxis, que aquí busca asumir las contradicciones, el juego y lo útil, la marginación y la disputa del centro, el sueño y la crítica, el deseo y la acción. La suma, sin embargo, por una vez se resiente de su carácter aglutinante, y el juego reconoce sus pausas. Pasada la actualidad de su denuncia, nos queda, sin embargo, la lección de su empresa: esa “moral del fracaso”, que alienta en la novela como la conciencia de los límites puestos a prueba. Entre la “patafísica” (que recicla los objetos del arte como precarios) y el anarquismo (la rebelión contra la socialización burguesa), el sistema de producción de Rayuela es un modelo de crítica y poética, de pensamiento libérrimo y emotividad artística. Se alimenta, es cierto, del culto del “azar objetivo” y los “objetos hallados” que prodigó el surrealismo; pero está libre tanto del coleccionismo de Breton (después de todo un marchat de arte moderno) como del gabinete de las vanguardias. Hasta el gusto por los “piantados” revela la empatía del proyecto con el desvalor de lo irrisorio, con la rareza inquietante de una racionalidad totalizadora y, por eso, tan atractiva como ilusa. En una carta a Porrúa, cuando se está componiendo Rayuela, Cortázar le pide añadir alguna nota que advierta al lector que Ceferino Piriz es real, que no ha sido inventado por el autor. Inventado, sería creíble; real, es increíble, casi inverosímil. El “piantado” es un genio al revés, el otro lado de la creatividad, su desvarío. Desde “Casa tomada,” donde los hermanos, lectores
de literatura francesa, son expulsados de la Casa por una fuerza invasora
desconocida, el gesto de pérdida se confunde con el de liberación:
los hermanos sin padres, al salir arrojan las llaves de la Ley, aliviados
de dejar detrás la matriz nacional, esa casa tomada por la memoria
sin rostro. Paralelamente, la pareja de jóvenes citados a la casa
siniestra de la policía secreta en “Segunda vez,” va a desaparecer
dentro del espacio enemigo del estado como cuerpo nacional devorador.
Entre la pérdida de la casa paterna y la desaparición en la casa policial,
entre la nación y el estado, la ficción rehúsa los términos del orden
normativo, la identidad indulgente, y la autoridad deshumanizadora.
La ficción, como anunció Lacan, es la forma interna de una verdad
libre. Tanto, que ese relato no requiere de la primera persona (nunca
se sabrá como narrar esto, dice un Narrador cortazariano), ni del
libro como mercancía (sino de la “crontranovela,” que levanta su propia
Zona del exilio como espacio ganado a las autoridades de todo turno
en la promesa de la Ciudad del Arte). Desautorizando su propio linaje,
estas novelas construyen otra heredad, la de un tiempo del recomienzo,
ese futuro permanente que alienta en la lectura, en manos del lector.
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